THE OBJECTIVE
Gregorio Luri

El gallo de Sócrates (lo que realmente ocurrió)

«El gallo más famoso de la filosofía, sin duda, es el de las últimas palabras de Sócrates que, según leemos en el Fedón de Platón, fueron las siguientes: ‘¡Oh, Critón, debemos un gallo a Asclepio, no te descuides!’”

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El gallo de Sócrates (lo que realmente ocurrió)

Bien sé que son días estos para cargar la pluma con tinta espesa y dejar sobre el papel las marcas profundas de nuestro desconcierto. Pero espero que me permitan un divertimento con la intención de entretenerlos durante unos minutos y, a ser posible, de ayudarles a esbozar una sonrisa. Nada le impide a la probidad ser de vez en cuando divertida y, por eso mismo, terapéutica. Así que pongamos, como dice Alain Minc, “un mínimo contrapunto a la dictadura del pesimismo y la melancolía». Y, de paso, recordemos que el hombre es algo más que un virus para el hombre.

Algunos aseguran que el primer gallo de la historia de la filosofía fue aquel parlanchín en el que se encarnó Pitágoras en una de sus metamorfosis. Lo fuera o no, el más famoso, sin duda, es el de las últimas palabras de Sócrates que, según leemos en el Fedón de Platón, fueron las siguientes: “¡Oh, Critón, debemos un gallo a Asclepio, no te descuides!”.

Critón, el amigo más íntimo del filósofo, le prometió que cumpliría con la deuda, pero parece que tenía alguna duda sobre su sentido, ya que añadió: “¿No tienes nada más que decirme?”. Ya no obtuvo respuesta.

¿Qué quiso decir Sócrates?

Los filósofos, tras devanarse los sesos, nos han ofrecido respuestas poco convincentes. Unos creen que la oferta al dios Asclepio confirma su piedad, desmintiendo así al tribunal ateniense que lo condenó a muerte por no creer en los dioses de la ciudad. Otros argumentan que, puesto que Asclepio es el dios de la medicina, Sócrates reconocía la curación de su alma, que al liberarse del cuerpo con la muerte, alcanzaría su plena salud. Hay también quien cree que estaba agradeciendo al cielo la salud recobrada de algún amigo enfermo.

Recojamos literalmente la descripción que nos transmite Platón de los últimos momentos de su maestro. Cuando comienza a anochecer, Sócrates, acompañado de Critón, sale de la celda para darse un baño. Al regresar se encuentra con el carcelero, que le comunica que ha llegado la hora y lo anima a enfrentarse a lo inevitable con ánimo viril. Poco después entra el verdugo con la copa de la cicuta, el veneno mortal. “Cuando la bebas, comienza a pasear —le aconseja— y en cuanto notes pesadas las piernas, túmbate en la cama».

Tras orar a los dioses, Sócrates apuró la copa rodeado de sus amigos, que lloraban desconsolados.

Al sentir las piernas pesadas, se tumbó boca arriba en la cama. Mientras tanto, el verdugo le iba palpando aquí y allí preguntándole si sentía la presión. Cuando Sócrates dijo que no, todos entendieron que su cuerpo comenzaba a ponerse rígido porque el veneno estaba surgiendo su efecto.

Tenía toda la región del bajo vientre fría (y, siguiendo el relato, hemos de suponer que también rígida) cuando Sócrates se cubrió el rostro (signo de vergüenza) para decirle a su amigo Critón lo del gallo.

El gallo es un ave solar, que simboliza el despertar a la vida, por eso mismo también es un símbolo erótico y como tal es frecuentemente representado en la iconografía griega.

Poco después, un estremecimiento recorrió el cuerpo de Sócrates. El verdugo descubrió su rostro. Tenía la mirada fija. Critón le cerró los ojos y la boca.

Al leer este pasaje, Tertuliano se preguntó -como me pregunto yo- si el alma de Sócrates, tras beber la cicuta, no fue impulsada “a alguna inquietud natural”. Algunos filósofos musulmanes, como Ibn al-Quifti y Ibn Abi Usaibi’ah, consideraron especialmente relevante el momento en el que el veneno llegó a sus ingles.

No me parece descabellado suponer que el gran filósofo irónico, que, según Cicerón, bajó la filosofía del cielo a la tierra, se despidiera de este mundo como lo hará aquel “Don Andrés Octogenario”, de Javier Krahe. Sospecho, incluso, que para jugar irónicamente con la situación, el mismo Platón confiesa al inicio de este diálogo, narrado con tanta riqueza de detalles, que no estuvo presente porque “según creo, estaba enfermo”.

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