THE OBJECTIVE
Daniel Capó

Arias Maldonado: "La política no lo puede todo, pero no es del todo impotente, y ahí es donde entra el ejercicio del poder"

«El problema se encuentra más bien en el agotamiento de las reservas utópicas: el futuro ya no puede ofrecerse a los ciudadanos como el lugar donde desaparecerán los conflictos y reinará la armonía»

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Arias Maldonado: «La política no lo puede todo, pero no es del todo impotente, y ahí es donde entra el ejercicio del poder»

Pocos pensadores españoles contemplan la actualidad con la cultura y la amplitud intelectual del profesor Manuel Arias Maldonado (Málaga, 1974), ensayista de proyección internacional y columnista de referencia en distintos medios nacionales. En una larga entrevista con The Objective, Manuel Arias Maldonado nos habla acerca de su último libro, Nostalgia del soberano, que acaba de aparecer en Libros de la Catarata, sin dejar en el tintero muchos de los temas cruciales de nuestro tiempo: la crisis del liberalismo y el retorno de los populismos, los posibles efectos de la pandemia sobre la democracia, la falta de decisión en la Unión Europea y la relación entre la soberanía y el big data -como parece sugerir la experiencia china-, entre otras cuestiones.

– Manuel, no podemos separar el título de tu libro, Nostalgia del soberano, de la actualidad reciente. El coronavirus, con las respuestas hasta cierto punto divergentes de los distintos Estados, plantea también los límites reales del poder político y puede acelerar la nostalgia de un poder absoluto. ¿Qué nos dicen los cisnes negros acerca de la naturaleza del poder político?

Es un asunto sobre el que ponía énfasis el viejo Maquiavelo: el gobernante se enfrenta con su virtud a los acontecimientos que le pone delante la diosa Fortuna. Si la existencia fuese enteramente predecible, acaso no existirían los gobiernos ni las compañías de seguros. Dicho esto, hay periodos de relativa normalidad igual que hay periodos de relativa excepcionalidad; y digo relativa porque ni siquiera esta pandemia es del todo inédita: hubo la Gripe Española y, según se nos ha recordado estos días, una epidemia en 1957 con entidad suficiente para provocar una contracción económica global. En la gestión del coronavirus, pues, nos encontramos dos cosas. Una, la constatación de que el poder político no lo puede todo: ni siquiera el Estado chino, que está en el origen de la pandemia y al que habrá que pedir cuentas sobre ella, ha sido capaz de evitar un considerable daño humano y económico. Y dos, la evidencia de que unos lo hacen mejor que otros: la negligente respuesta del gobierno español contrasta con la eficacia del coreano o del alemán. En suma: la política no lo puede todo y está bien que lo sepamos, pero no es del todo impotente y ahí es donde entra en juego el acertado ejercicio del poder en el marco de una sociedad que también puede exhibir, a su vez, fortalezas y debilidades que facilitan o entorpecen la respuesta colectiva a una crisis. Ya veremos si la pandemia intensifica la nostalgia del soberano o más bien muestra que la cooperación entre Estados, así como entre el Estado y su sociedad, es un método preferible; nadie puede saberlo todavía y desde luego yo tampoco.

– Los dos hemos nacido en la década de los setenta y crecimos bajo el paraguas del optimismo. La posguerra había consolidado un potente Estado del bienestar en todo el continente, la tensión de la Guerra Fría no se traducía en guerras abiertas y, en definitiva, nuestro país, gracias a la llegada de la democracia y la entrada en el Mercado Común, se abría a la modernidad. Todavía recuerdo con emoción –ambos estábamos cursando bachillerato– los días de la caída del muro de Berlín y el triunfo parecía que definitivo del mundo de la libertad y del progreso. Pero, apenas una década después, todo cambió. ¿Pecamos de ingenuidad o sencillamente la lógica de la Historia es implacable y no podíamos evitar este giro hacia el pesimismo?

Es verdad que hemos sido una generación bendecida por la Historia, aunque las personas de nuestra misma edad que vivieron su infancia y juventud al otro lado del telón de acero no podrían decir lo mismo. De ahí que el optimismo de los años 90 estuviera plenamente justificado y fuera natural abandonarse a él: creíamos que los traumas del siglo XX nos habían vacunado contra la ingeniería social de inspiración mesiánica. Aquello equivalía a una secularización de la política; nos quedamos sin ídolos y llevábamos una placentera existencia prosaica: se expandía Zara, se volaba barato, escuchábamos indie. Había, claro, signos inquietantes: Yugoslavia, Ruanda, Argelia. Pero todos ellos podían interpretarse como el producto de déficits de modernización, como el oneroso precio que se paga en procesos de transición hacia nuevos estados sociales. Y es posible, como repite siempre John Gray, que en esas dos décadas de despreocupación que van de la caída del Muro de Berlín a la Gran Recesión que comienza en 2008, hiciéramos de la sociedad liberal global un nuevo ídolo; que una utopía liberal tomase forma. Todo eso acaba con la crisis económica, que trae consigo el retorno del nacionalismo y el inédito crecimiento del populismo en Europa y Estados Unidos; aunque el sistema político norteamericano se inclina per se hacia lo populista y esto no es nuevo: hasta Obama hacía campaña prometiendo combatir los «intereses especiales» de Washington.

Estos últimos años, en fin, nos han enseñado que los factores emocionales y anímicos siguen siendo políticamente decisivos, de tal manera que una sociedad que descuide el anclaje psicológico de sus ciudadanos estará dando ventaja a aquellos actores políticos dispuestos a explotarla sin escrúpulos. Sin embargo, esta dosis de realismo no debería conducirnos al pesimismo: conocer mejor la realidad siempre es una premisa necesaria para su mejoramiento. Y si, haciendo un ejercicio de pinkerismo, miramos los datos, podemos comprobar que ni la Gran Recesión tuvo el impacto de la crisis del 29 ni el coronavirus se acercará remotamente a la letalidad de la Gripe Española; un siglo marca de manera bastante gráfica la medida del progreso humano. Yo diría, por tanto, que deberíamos evitar poner un espejismo en lugar de otro: es verdad que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, pero tampoco en el peor imaginable. Ni mucho menos.

– De las grandes ideologías del siglo XX –fascismo y comunismo, liberalismo y nacionalismo–, observamos que la que parecía triunfadora –la ideología liberal– ha entrado en crisis y que dos de las derrotadas –el comunismo y el nacionalismo– retornan con viejas palabras y sin soluciones nuevas. Tu pensamiento, y este libro en particular, sigue reivindicando la inteligencia del liberalismo como única solución posible a la complejidad social. Sin embargo, cabe hacer dos preguntas: ¿hasta qué punto las críticas que plantean las alternativas populistas no indican déficits reales del liberalismo? Y, a la vez, ¿hacia dónde debe dirigirse el liberalismo para superar esta crisis de legitimidad?

Vivimos en sociedades liberales, pero no exclusivamente liberales: la exclusión de las demás ideologías no está contemplada por el propio liberalismo, que es una filosofía política escéptica y consciente de la esencial falibilidad de las empresas humanas; o que debe serlo. Una democracia liberal tiene en su centro la libre discusión acerca de los valores y prácticas dominantes. Eso le da un carácter abierto que, inevitablemente, produce un cierto grado de inestabilidad: si son sociedades que se orientan normativamente al consenso es porque producen disenso de manera permanente. Solo hay un límite: el mantenimiento de las reglas democráticas liberales. O sea que nadie puede imponerse a los demás cerrando el diseño de la sociedad, construyendo ésta a partir de una única creencia, ni desde luego acabar con el imperio de la ley, la separación de poderes o los derechos fundamentales que deben prevalecer incluso sobre las decisiones populares. A la vista de lo anterior, en eso Fukuyama tenía razón y la democracia liberal es la mejor forma de gobierno para sociedades pluralistas. Ahora bien: los ciudadanos tienen que querer ser ciudadanos, en lugar de preferir convertirse en súbditos sin derechos políticos. Lo que nos desconcierta de China es que la mayoría parece aceptar la limitación de los derechos civiles y políticos, siempre que la provisión de bienestar material y de asistencia pública continúe incrementándose. Conociendo la historia reciente del pueblo chino, es difícil reprocharle que no sea más heroico. Pero si nos fijamos en las sociedades occidentales, no puede acusarse a las democracias liberales -que contienen fuertes dosis de bienestarismo y se encuentran mucho más reguladas de lo que habría esperado un pensador liberal del XIX- de haber desatendido a sus ciudadanos en el plano material y asistencial. Para mí, tal como señalo en el libro, el problema se encuentra más bien en el agotamiento de las reservas utópicas: el futuro ya no puede ofrecerse a los ciudadanos como el lugar donde desaparecerán los conflictos y reinará la armonía. Ahora sabemos que se lugar no existe, porque el siglo XX nos lo ha demostrado. En ausencia del paraíso intramundano y perdida generalizadamente la fe en la salvación ultramundana, podemos aceptar resignadamente que la sociedad continuará mejorando gradualmente, padeciendo por el camino ocasionales regresiones… o podemos frustrarnos porque no existan ya pasarelas ideológicas que conduzcan a la redención. Todo ello, por cierto, tratando como tratamos con un animal tan problemático como es -esto lo dejó sentado ya Hobbes- el ser humano.

Por lo demás, la crítica populista al liberalismo democrático constituye una exageración malintencionada: parte de un pueblo que no existe y achaca a las élites un sadismo del que carecen. Se trata de una caricatura orientada a intensificar el malestar colectivo. Claro que hay voces que no se escuchan y problemas a los que no se presta la suficiente atención; pero la democracia liberal está bien equipada para corregirse a sí misma justamente por razón de su dinamismo. La fuerza emocional del populismo proviene de la ideología de la democracia: sostener en tiempos de crisis que el pueblo debe gobernarse a sí mismo es apelar al fundamento último de la democracia, creando la ilusión de que quien así habla posee la capacidad para gobernar de manera diferente. Pero la idea del autogobierno popular es una ilusión que Constant ya denunció en Rousseau… la soberanía solo puede ejercerse de manera delegada. Nada de lo anterior implica que el liberalismo no deba hacer autocrítica y el populismo bien puede estimularla. De esa autocrítica deben surgir argumentos orientados a la superación de la crisis de legitimidad que ahora, quizá con cierto exceso de celo, identificamos. Yo no tengo tan claro que el comunismo, por ejemplo, haya regresado al horizonte moral de nuestro tiempo; quienes dan su apoyo al «socialismo» en las encuestas apuntan más bien hacia un reforzamiento socialdemócrata del Estado y ese juego de danza y contradanza nos viene entreteniendo desde la segunda posguerra. Más preocupante puede ser el repunte del nacionalismo en una época que exige el reforzamiento de los mecanismos de cooperación internacional; pero incluso ese repunte puede interpretarse como el inevitable producto de un proceso de integración global de largo recorrido que no está llamado a detenerse, aunque pueda modularse. Nadie dijo que el parto de la sociedad-mundo fuese algo sencillo.

– Son muy interesantes las reflexiones que planteas sobre la teología de la voluntad general, porque –en efecto– si la voluntad del pueblo se confunde con la voluntad de un Dios, entonces la fina construcción de la democracia liberal, basada en las bondades de la representación, la separación de poderes y el inteligente uso de los contrapesos, no sólo queda en entredicho, sino que además actúa como una limitación especialmente irritante para el poder del soberano…

Así es. La voluntad general es un imposible y, precisamente por serlo, fue interpretada por Judith Shklar como una suerte de metáfora con la que Rousseau advierte de los peligros del disenso para la cohesión cívica de la comunidad. Pero si nos adentramos en las raíces teológicas de la idea, nos encontramos con la fórmula que atribuye virtudes a la generalidad y rechaza la particularidad: porque, cuando de la salvación de las almas se trata, Dios actúa mediante normas generales y no con decretos particulares. La modernidad es, en cambio, un descubrimiento gradual y accidentado de la particularidad: del individuo y de las minorías; algún día, los animales. Naturalmente, las constituciones liberales se basan en la figura jurídica del pueblo soberano, que es una ficción sociológica que no debemos tomarnos literalmente. El problema es que lo hacemos, claro, engendrando así «pueblos» y «naciones» unificados que sirven de fundamento para el ejercicio antipluralista del poder. Por ese camino, la teología política se cuela en el imaginario democrático. Tal como advirtiese Schmitt, de hecho, la voluntad popular puede convertirse en un mecanismo de justificación más potente que la voluntad del soberano medieval, limitado en la práctica por el derecho divino y por la oposición de sus pares. Podemos oponernos a un tirano, pero, ¿a todo un pueblo? Al mismo tiempo, sin embargo, los gobiernos no pueden sino apelar a las mayorías, echando mano de la ficción jurídica del pueblo, para adoptar decisiones colectivas. De ahí que la oposición democrática juegue un papel fundamental, al recordarnos que quien ostenta el poder no representa a la totalidad de los ciudadanos. Por último, y en especial, el imperio de la ley constituye el gran obstáculo para el uso irrestricto de la voluntad popular: que las decisiones del gobierno deban poseer cobertura legal y haya de hecho decisiones que un gobierno no puede tomar constituye una garantía para los gobernados. Resulta así inquietante que oigamos tanto hablar de una «voluntad política» a la que el procedimentalismo liberal-democrático le resulta un estorbo.

– Otra de las característica de este teologización de la voluntad popular surge en los sentimientos de reverencia que provoca. Hablando del Leviatán de Hobbes, dices que “guiados por la razón, los individuos que padecen la incomodidad del estado de naturaleza autorizan el nacimiento de un poder soberano al que dotan de estatus divino y poder absoluto. Esta autoridad política mantiene a los súbditos in awe, abrumados o sobrecogidos ante un poder que asume rasgos divinizantes: a la manera de un tótem”. Mientras leía estas palabras, pensaba en las manifestaciones multitudinarias que se han sucedido en Cataluña durante estos últimos diez años reclamando el derecho a decidir y que sirvieron para cimentar la ficción de “un solo pueblo”. ¿Cómo se puede combatir desde la razón democrática esa fuerte carga emocional que provoca en la sociedad el uso de un poder divinizado?

No es fácil; máxime cuando hay tantos ciudadanos necesitados de algún tipo de tótem. Es una de las enseñanzas de esta crisis: somos menos racionales de lo que creíamos. Y Cataluña es un magnífico ejemplo, como atestigua el espectáculo las multitudes durante la Diada: contribuyentes que se ponen una camiseta amarilla en busca de un significado compartido. Ante semejantes éxtasis comunitarios, la razón democrática que defiende la autonomía individual y la provisionalidad de las verdades públicas lo tiene complicado. No es que la lucha por la libertad haya carecido de momentos épicos; las revoluciones liberales del XIX y la pugna con los totalitarismos nazi y comunista insuflaron fuertes dosis de emocionalidad en la vida democrática. Pero si el rival no es una dictadura, sino una ideología que compite en las urnas y se gana el favor de los votantes, la estrategia de defensa se complica: quien promete una fantasía tendrá siempre ventaja respecto de quienes le oponen una realidad. También esto lo vimos en Cataluña: a la mayoría de los separatistas no le impresionó la huida de los bancos regionales o el silencio internacional tras la declaración unilateral de independencia. Les han mentido, pero disculpan fácilmente las mentiras de los suyos. Por su parte, en España vemos cómo el PSOE gana las elecciones invocando la resistencia antifascista o resucitando el fantasma de Franco; es un discurso anacrónico y sin embargo eficaz.

De manera que quizá la democracia puede defenderse eficazmente movilizando recursos emocionales que oponen la libertad democrática frente a la amenaza antipluralista que representan populismo y nacionalismo. Ahora bien: el mismo PSOE pacta en España con populistas y nacionalistas. ¿Qué quiere decirnos esto? Pues que la vistosa bandera de la democracia militante puede ser empleada de manera partidista como parte de una estrategia electoral que neutraliza a los rivales como amenazas contra la democracia. Y esto es un problema, porque la democracia es justamente inclusiva de distintos puntos de vista, incluyendo -¡faltaría más!- los conservadores. Así que en este punto existe el riesgo de que tiremos al niño con el agua de la bañera. En última instancia, la democracia contemporánea debe defenderse por sus resultados: produce sociedades más justas, donde los individuos disponen de libertad para autodesarrollarse. Si los ciudadanos se resiste a aceptar esta premisa y prefieren apostar por alternativas iliberales, no veo que podamos hacer mucho más para convencerles de que se equivocan.

– En el seno del liberalismo, una de las críticas más habituales que se plantea es la falta de decisión. No se trata de un debate nuevo, en absoluto, pero ahora ha cobrado actualidad con los procesos deliberativos de la UE. El exministro portugués para Asuntos Europeos Bruno Maçaes, por ejemplo, ha sido particularmente cruel en esta denuncia. Se diría que la UE no funciona porque se oculta detrás de los reglamentos y la burocracia. ¿Hasta qué punto la nostalgia de un poder soberano no surge también de esta falta de decisión en los momentos cruciales? ¿O el problema es, haciéndonos eco de la opinión de Pierre Manent, la ausencia de una forma política definida en la Unión?

Yo distinguiría entre el problema de la decisión en el liberalismo y el problema de la decisión en la Unión Europea. Sobre lo primero ya se quejaba Donoso y en eso abundaba Schmitt durante la República de Weimar: la burguesía es la «clase discutidora» que convierte la política en un club de debate y termina por desarrollar algo parecido a la fobia decisoria. Pero una cierta inhibición a la hora de decidir es el resultado natural del pluralismo, que trata de equilibrar distintas posiciones y establece límites al gobierno popular: los gobiernos no pueden decidir sobre todo y hacen falta mayorías cualificadas para la toma de las decisiones más transformadoras. Esto es una garantía colectiva y no un freno caprichoso a la actividad de gobierno; quienes lamentan el énfasis en la deliberación y el consenso suelen estar muy seguros de que su punto de vista es el único aceptable, creyéndose así autorizados a imponerlo. En el caso de Schmitt, se atribuye un valor a la decisión misma, a la capacidad o voluntad de adoptarla; el contenido de la decisión es secundario. Su temor era, y lo subrayo en el libro, que la fragmentación política en las democracias liberales terminase por hacer imposible la formación de una voluntad común. Se trata de algo que hemos conocido últimamente, a medida que los Volksparteien que venían dominando el espacio electoral desde mitad del siglo pasado ven reducidos sus apoyos y el multipartidismo genera -con la salvedad de las democracias escandinavas, acostumbradas a la coalición por la histórica proporcionalidad de sus sistemas electorales- una cierta parálisis en las democracias parlamentarias. Es aquí cuando la falta de decisión se convierte en problemática: el ciudadano puede sentir que el sistema político es incapaz de abordar sus problemas y la cacofonía pluralista hace más atractivo al hombre fuerte que promete acabar con ella.

En cuanto a la Unión Europea, no hay que pedirle más de lo que puede darnos. Me gusta hacer una analogía con El hombre que fue jueves, la novela de Chesterton en la que todos los miembros del grupo anarquista resultan ser espías: la Unión Europea no es otra cosa que los gobiernos nacionales. Sí, claro, hay una comisión y hay un parlamento; pero son los gobiernos nacionales, y algunos más que otros, quienes deciden lo que la UE es y hasta dónde puede llegar. Claro que la UE no tiene una forma definida, ¿cómo podría tenerla? Bastante logro es ya su mera existencia. Ni hay suficientes partidarios de la federalización ni los hay de la desintegración; la burocracia, por su parte, es un inevitable resultado de su desenvolvimiento histórico. De ahí que la UE avance a golpe de crisis, porque no sabe hacerlo de otra manera y ya vimos con la fallida Constitución Europea lo arriesgado que resulta pisar el acelerador: el tiempo europeo es un tiempo lento. Dicho esto, se diría que hemos alcanzado un punto en el desarrollo del proyecto europeo que pone a prueba la convicción de sus socios; en especial de los que son más capaces de gobernarse eficazmente por sí solos. Observemos el debate actual acerca de la mutualización de la deuda; no es un paso sencillo y eso explica las razonables vacilaciones de los países nórdicos. Yo soy, en fin, infinitamente comprensivo con los defectos de la UE; y lo soy porque intento no engañarme acerca de su naturaleza. Soy un fervoroso europeísta cuyo punto de partida es el desencanto anticipado.

– ¿Crees que la pandemia va a acelerar la transformación del poder soberano? El hecho de que los países asiáticos estén conteniendo mejor el contagio gracias al uso intensivo del big data y el control digital de la privacidad ¿puede terminar teniendo una traducción occidental? Una China triunfadora, en lugar de una Europa aletargada, ¿puede tener implicaciones políticas de fondo más allá de las económicas?

Sería insólito que China saliese fortalecida de una crisis que ella misma ha causado. Pudiera ser, claro; la geopolítica no entiende de finezas. Pero también Corea del Sur, que es una democracia, ha hecho frente con éxito a la epidemia; y no menos que Alemania, por lo que llevamos visto hasta el momento. Así que quizá la distinción no deba trazarse entre regímenes autoritarios y regímenes democráticos, sino entre regímenes eficaces y regímenes ineficaces. Otra cosa es que la percepción popular sea distinta; ahí sí podría cundir la impresión de que el autoritarismo sale a cuenta en el peligroso mundo del siglo XXI. Yo, insisto, creo que la conclusión opuesta es la correcta: en las democracias desarrolladas, donde la información circula velozmente y puede fiscalizarse al gobierno incluso en condiciones de excepción, los ciudadanos son capaces de disciplinarse cuando la situación se lo exige. Además, las democracias están mostrando flexibilidad, lo que incluye a la UE a pesar de las críticas: los gobiernos pueden dotarse de poderes excepcionales para hacer frente a las crisis y Schengen puede cerrarse mientras sea necesario.. Otra cosa es que la experiencia de la pandemia produzca una impresión duradera en el imaginario colectivo y eso pueda ayudar a que cambios que están pendientes, como la deseable modernización ecológica, puedan llevarse a cabo más fácilmente. Pero también eso está por ver. Hay gente que ya lo sabe todo, como Zizek, pero yo creo que es preferible ser prudente. Sí comparto con él, en cambio, la convicción -que tiene mucho de deseo- de que la autopercepción de la humanidad como especie biológica vulnerable nos dote de una subjetividad planetaria que dé impulso a ese cabo suelto de la Ilustración que es el refinamiento de las relaciones socionaturales. Sobre ese empleo de la categoría «humanidad» presenté un paper en un congreso en Berlín el año pasado que celebraba el 250 aniversario de Humboldt: es un tema que ya estaba sobre la mesa y tal vez la contribución del coronavirus sea hacerlo más visible.

– Las páginas finales del libro constituyen un bello canto a la convivencia. “Pluralidad es destino –leemos–, la obligación insoslayable de aprender a vivir juntos a pesar de las diferencias”. Lo mejor de la democracia se encuentra resumido en estas palabras. Frente a los populismos y las tentaciones totalitarias, frente a las mistificaciones y los mitos del poder, en efecto, la democracia debe ser soberana y plural a la vez, como bien explicas en las últimas lineas del libro. ¿Cómo educar en esta línea? ¿Cómo no caer en la tentación de despojar de todo límite al poder soberano?

Esa tentación siempre existirá, pues siempre ha existido. Pero a estas alturas, como señalo en el libro, la democracia liberal acumula una experiencia considerable: hace ahora un siglo que, por ejemplo, echaba a andar la República de Weimar cuya caída ha simbolizado por mucho tiempo la fragilidad de la democracia parlamentaria. Esa experiencia histórica es un tesoro del conocimiento político; aunque las circunstancias históricas cambian, estamos en disposición de saber que hay caminos que conducen a ninguna parte y es mejor evitarlos. Sabemos que las utopías colectivistas no funcionan, que los mercados oligopólicos producen desigualdad y malestar, que la política monetaria está bien en manos de los bancos centrales y no en la de los gobiernos… Es preciso insistir en el valor de esa experiencia como algo tangible, que ha dejado su huella en las instituciones y las normas, a fin de hacer ver a los ciudadanos que no hay un paraíso al que regresar. El obstáculo está en la competición electoral, que incentiva el despliegue de estrategias partidistas que van en la dirección contraria: maleducando a los ciudadanos en la idea de que la política lo puede todo si así lo quiere. Para esto último, dada la dificultad de intervenir directamente sobre la cultura política y no digamos de garantizar que los líderes y sus asesores se conducen de manera responsable, no me parece que haya solución alguna. Salvo que las lecciones que nos proporciona la historia, que es una maestra severa, sean debidamente asimiladas. Ojalá sea el caso.

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