Marx no se equivocó
«A lo que en verdad estamos asistiendo en España ahora mismo es a la muy discreta y silente implantación generalizada de los tipos de interés negativos»
Un asunto que por alguna extraña razón no consigue despertar atención entre la prensa económica doméstica mantiene animada la bandeja de entrada de mi cuenta de correo electrónico durante estos últimos días de agosto. Así, justo antes de empezar a escribir estas líneas algo irritadas, acabo de recibir otro amable mensaje personal de uno de los bancos en los que tengo abiertas cuentas a la vista. Al igual que en los tres anteriores que ya se me habían remitido, me comunican en él que, a partir de septiembre, tendré que empezar a pagarles yo a ellos, que no ellos a mí, por seguir manteniendo viva nuestra relación mercantil. Todo a cambio de que me sigan haciendo el favor de aceptar mi dinero con el propósito de luego prestarlo a terceros con afán lucrativo. La cosa se maquilla en esas comunicaciones administrativas con varias gruesas capas de abstrusa cosmética retórica, pero a lo que en verdad estamos asistiendo en España ahora mismo es a la muy discreta y silente implantación generalizada de los tipos de interés negativos, no ya para los depósitos de las empresas grandes o pequeñas sino aplicados también al ahorro particular de las familias.
Por lo demás, resulta que tengo casi sesenta años cumplidos, lo que equivale a decir que todavía formo parte de aquella arcaica rémora antropológica que fue educada en unos valores burgueses entre los que el ahorro, máxima expresión en su día de la prudencia financiera, figuraba como un proceder moral digno de premio, un premio llamado intereses. Pero, perplejo, acabo de descubrir que esa conducta es hoy acreedora de justo y severo castigo por parte del sistema financiero. De ahí que en mi personal e intransferible condición de antigualla sociológica no esté psicológicamente preparado para entender una lógica, la de los nuevos tiempos, llamada a poner patas arriba la cosmovisión que heredé de mis ancestros. Porque esto, lo que apenas empieza, va para largo, para muy largo. De hecho, iba para largo incluso antes de que hiciera su aparición en escena el virus[contexto id=»460724″]. Huelga decir lo que va a pasar ahora. No, no asistimos a una molesta distorsión transitoria de prácticas financieras seculares sino a la modificación permanente de prácticas financieras seculares. Yo no volveré a cobrar nunca más ni un céntimo en calidad de intereses por los ahorros que guardo en el banco. Nunca más. Y tampoco los cobrará nunca más el lector que haya tenido la amabilidad de seguirme hasta el final de este párrafo.
La explicación resulta simple, a saber: el euro es una moneda inviable en la medida en que obliga a los países del Sur a endeudarse de forma crónica con los del Norte dada su incapacidad para competir con ellos a causa del inferior grado de desarrollo. Así las cosas, la única manera de mantener viva la divisa de modo artificial, con respiración asistida, ha sido tomar la decisión política, estrictamente política, de suprimir el pago de los intereses derivados de esa deuda colosal del Sur, tanto de la pública como de la privada. Para Alemania, que fue quien lo ordenó usando como intermediario al BCE, la disyuntiva era mantener la retribución del ahorro de una población tan envejecida como la suya propia, primera opción, o evitar la desaparición del euro, la segunda. Y eligieron la segunda. Pero es que el euro va a seguir siendo inviable mientras no exista una verdadera unión fiscal. Y esa unión fiscal no se va a producir nunca porque, para implantarla, habría que pasar por encima de los cadáveres de todos esos mismos envejecidos alemanes que son llamados a las urnas cada cuatro años. En insoslayable consecuencia lógica, nos podemos ir olvidando de volver a cobrar intereses por nuestro dinero en lo que nos quede de vida. He ahí otra de las paradojas terminales de nuestra época. Sociedades, las europeas occidentales por más señas, que envejecen a un ritmo tan acelerado como desolador y que deberían estar obligadas a fomentar el ahorro entre sus poblaciones, dada la expectativa de una larga vejez, se conducen al revés, justo al revés. Karl Marx, un pensador en extremo lúcido al que conviene no olvidar, erró en todo lo que tenía que ver con el comunismo, sí, pero su exhaustiva disección del capitalismo sigue siendo válida en muchos aspectos. Para el de Tréveris, el gran talón de Aquiles de ese modo de producción es la suicida tendencia interna que le empuja a destruir la base social sobre la que él mismo se asienta. Y es verdad. La eutanasia de los ahorradores será la muerte de la clase media.