THE OBJECTIVE
Jon Navascues

Moraplejia

Ese moco traidor me hizo darme cuenta de dos cosas. Por un lado, de que con dinero o sin él, el mundo es un nido de gente egoísta, malpensada y sin escrúpulos.

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Ese moco traidor me hizo darme cuenta de dos cosas. Por un lado, de que con dinero o sin él, el mundo es un nido de gente egoísta, malpensada y sin escrúpulos.

Caminaba yo a paso cambiado cuando me crucé con un tipo. Rondaría el medio siglo, era delgado, casi raquítico, y no pronunciaba con soltura. Lo sé porque pude intuir que me reclamaba «argún sentimiyo suerto poaí».

El hombre no vestía bien, estaba sucio y su barba le enroscaba el cuello. Ante mi escueta negativa, un árido no, me dio las gracias con servilismo y siguió su camino en busca de más céntimos huérfanos con más pena que gloria. Nadie tenía a bien sacar la mano del bolsillo para recompensar su empeño. Cuando recibía alguna respuesta, siempre era esquiva o negativa. Él daba las gracias.

Varios momentos más me lo crucé. Él y su bufanda me veían, sonreían, y evitaban. Ya sabían lo que había. Pero no me evitaban de un modo negativo. Era como una de esas miradas furtivas, vistas y no, necesarias para no tener una situación incómoda. Un evitar bueno, corcho. Su afable carácter me hizo cogerle simpatía con el paso de las semanas y me propuse darle alguna limosna en nuestro próximo encuentro.

Fue distinto a las anteriores veces. Echado con una manta, andrajo más bien, me lo topé junto a sus bultos dentro de un cajero, brick en mano. Me vio, y automáticamente me sonrió. Puede que fuera el vino en polvo, el cristal sucio o que me confundiera, pero me sonrío. Mientras, yo le miré unos segundos incapaz de devolverle la sonrisa. Yo, que salía del trabajo e iba para casa, paralizado por su felicidad, para mí incomprensible, no pude sonreír.

Buscaba en mi cartera algo que darle cuando el hombre comenzó a hacer movimientos. Al fin logró despojarse de sus pieles y levantarse. Me abrió la puerta de su casa y cuando mi sonrisa comenzaba a brotar pude adivinar que me espetaba un “¿qué cohone mira gilipollas?”. Antes de poder decir nada, un escupitajo salió disparado de su boca, pero voló peor de lo esperado. Por la culata.

Eso me alivió. No solo por no notar su espesa mucosidad en mí, que también. Pero ese moco traidor me hizo darme cuenta de dos cosas. Por un lado, de que con dinero o sin él, el mundo es un nido de gente egoísta, malpensada y sin escrúpulos. Y, por otro, de que lo que marca el destino de un individuo no son sus valores ni intenciones, sino el acierto que tenga en la vida. La bofetada que le solté lo corroboró todo.

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