THE OBJECTIVE
Félix de Azúa

La casa sonora

«La cuestión es perderle el miedo a la música, entrar en la estancia sonora y aguzar los oídos y la imaginación. Dejarse llevar por el tiempo que suena»

Notas de un espectador
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La casa sonora

Erich Gordon.

Estos últimos tiempos voy por el mundo presentando un libro sobre música y advierto lo extraña que se siente alguna gente en ese universo. Lo entiendo. Todos usamos la música, la gastamos, pero apenas dedicamos un momento a pensar sobre eso tan raro que son los sonidos que provocan placeres, tedios, sopor, exaltación, tristeza, entusiasmo o niebla cerrada. Así que dedico la charla a quitar el miedo.

Cada arte tiene su materia, la arquitectura usa elementos duros, terrestres, pesados y si a veces son finos como el cristal o el acero, no por eso dejan de ser piedras. La pintura suele decirse que es un arte de los colores, pero no es así, es un arte de la luz y hay pinturas en gris o en blanco y negro, tan pinturas como los policromos. Pero la música usa la materia más sutil, el tiempo, y eso es menos fácil de entender. La música esculpe o construye el tiempo, por eso los movimientos de las sinfonías se mueven.

¿Y con qué fin construye la música sus espacios sonoros?, pues para lo mismo que la arquitectura o la pintura, para habitar en el mundo y darle un significado, un mundo con sentido. En cada música puede el aficionado entrar, instalarse y habitar, que no otra cosa es oír la música atentamente. En ese tiempo habitable vivimos experiencias singulares e intransitivas. Vivir en el espacio de Bruckner es incomparable al espacio Ravel o Prokofiev, cada uno de ellos ha inventado una sonoridad propia e incomparable. Por supuesto también se pueden habitar espacios más desnudos, abstractos, pero no menos emocionantes, como la Grosse Fuge de Beethoven o las Variaciones Goldberg de Bach. Estas son habitaciones reflexivas y sublimes como los espacios de Mies van der Rohe o las inmensas naves góticas de las catedrales del siglo XI.

«Cada música nos permite habitar en un mundo nuevo y distinto»

Tomen el ejemplo del agua. Hay músicas marítimas, como los Tres preludios marítimos de Britten, que nos sumergen en unas aguas enteramente distintas a las de La mer de Debussy. En una vivimos las turbulencias del mar del norte, con sus vientos gélidos y cielos tenebrosos; en la de Debussy, en cambio, estamos en un mar sureño, sereno, aunque cuando se desata la tempestad también conocemos las turbulencias mediterráneas, iluminadas por rayos y relámpagos, tan distintas de las de los mares del norte. Cada música nos permite habitar en un mundo nuevo y distinto.

Por supuesto eso también sucede con la música de Rosalía o la de Nick Cave, pero estos son lugares de paso, como las habitaciones de los hoteles, bastante simples y similares unas de otras, aunque se trate de un hotel en Sudáfrica y otro en Oslo. Es un producto internacional o, para ser más exactos, industrial. Es música pasajera y sólo en algún caso extraordinario uno se quedaría a vivir allí, como en el Ritz oyendo el piano de Art Tatum.

Ahora bien, ¿cómo es esto posible? No tengo la menor idea porque en muchos casos el título que conocemos es obra del azar (tal es el caso de La Mer, inventado después de componerlo) y en algunos de esos lugares sonoros la vida se hace fúnebre y dura de habitar y, sin embargo, allí podemos residir igualmente con toda nuestra fuerza vital y nuestro gozo. Así, en el concierto para violín de Alban Berg, un lugar terriblemente inhóspito, pero donde brillan a veces las alas de un ángel.

La cuestión es perderle el miedo a la música, abrir la puerta, entrar en la estancia sonora, acomodarse y aguzar los oídos y la imaginación. Dejarse llevar por el tiempo que suena, es decir, danzar.

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