THE OBJECTIVE
Félix de Azúa

Epifanía

«Lo que late en el fondo de este expolio y de la masacre actual es la conciencia de superioridad de los rusos, frente a un pueblo al que desprecian»

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Epifanía

Epifanía.

Quizás alguno de ustedes, (o todos), pasen el día de hoy tocando, jugando, abriendo, usando, mirando, acariciando los regalos de Reyes. Es un día particularmente inquietante. Decimos que se conmemora el nacimiento de Jesús, o al menos eso significa la palabra griega «epifanía», pero, claro, lo oficial es que nació el 25 de diciembre y por eso al día se le llama Natividad. Ya ven ustedes que el Niño nace en dos años distintos y con una diferencia de más de diez días. Muchos de mis cultos lectores ya saben que ese sindiós se debe a las diferencias astrológicas entre los cristianos de oriente y los de occidente, entre Roma y Bizancio.

Si ni siquiera pudieron ponerse de acuerdo sobre el nacimiento de la divinidad que fundó la religión occidental y que revolucionaría el mundo, ¿cómo no va a ser Occidente una sucesión incesante de conflictos, guerras, batallas, invasiones y destrucciones? Esta es la razón por la que he evitado, hasta hoy, comentar algo sobre la guerra de Ucrania. Es muy arriesgado hablar con tono tertuliano sobre conflictos tan trágicos en regiones y países de los que no sabemos nada. Pero es que nada.

Por suerte los Reyes míos llegaron con un libro que me ha orientado con sabiduría y elegancia sobre este conflicto del que aún no sabemos si es tan sólo el principio de una gran catástrofe o un episodio pasajero. El librito (126 pp.) se titula El complejo de Caín y es de Marta Rebón, experta eslavófila y excelente escritora. Su conocimiento abarca no sólo el área geográfica ruso-ucraniana, sino, sobre todo, el espíritu ruso-ucraniano que es lo que acaba por dar sentido a la sinrazón histórica.

La destrucción de Ucrania por obra del imperio ruso comienza con la derrota de Mazepa en la batalla de Polsava en 1709, pero será Catalina la Grande quien arrasará los restos culturales y lingüísticos a partir de 1764. Desde entonces los escritores ucranianos han recurrido a otras lenguas. Así, ucranianos como Zbigniew Herbert, Adam Zagajewski, Stanislas Lem o Bruno Schulz usan el polaco. Clarice LIspector el brasileño, Irene Nemirowsky el francés, Joseph Conrad el inglés, Joseph Roth y Gregor von Rezzori el alemán. No obstante, el núcleo más impresionante es el de los ucranianos que se pasaron al ruso: Nicolái Gogol, Anton Chejov, Anna Ajmátova, Mijail Bulgákov, Isaak Babel, Vasili Grossman… ¿Cómo iban a renunciar a esta riqueza espiritual e intelectual los actuales jefes del Kremlin?

Sobre todo, si tenemos en cuenta que los actuales dueños del país son antiguos agentes de los servicios secretos, cargos de la policía política, en fin, antiguos torturadores, asesinos y represores, todos ellos creyentes en la ‘Rusia eterna’. De modo que, como era de esperar, en 2014 se eliminó a Ucrania de los libros de texto, en cuanto se le hizo entrega del millonario monopolio escolar al oligarca Arkadi Rotenberg.

Lo que late en el fondo de este expolio y de la masacre actual es la conciencia de superioridad de los rusos, frente a un pueblo al que desprecian. Una superioridad que ha llegado a infectar a hombres inteligentes como Joseph Brodsky o Vladimir Nabokov.

La única meta aceptable para occidente es salvar a Rusia del tirano Putin y su corte de ladrones y asesinos. Lo que no esperaban estos canallas era chocar contra Volodímir Zelenski, el único judío presidente de nación (excepto Israel) y descendiente de víctimas del Holocausto. Un tipo difícil de asustar.

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