La revolución de Twitter
Nos sentimos tan cómodos con esta nueva forma de escritura, que aunque seguimos leyendo los viejos géneros, éstos nos empiezan a parecer ya un poco farragosos
Nos sentimos tan cómodos con esta nueva forma de escritura, que aunque seguimos leyendo los viejos géneros, éstos nos empiezan a parecer ya un poco farragosos
La primera vez que oí hablar de Twitter me pareció una mala idea. ¿Estrujarse el cerebro para comprimir el pensamiento en 140 caracteres, ni uno más? Bah, pensé. Demasiado trabajo, demasiada impotencia sintáctica.
Los hechos han demostrado en primer lugar que debéis huir de mí si alguno de vosotros ha pensado ofrecerme participaciones en un nuevo negocio tecnológico: el mismo día que salían a Bolsa, las acciones de Twitter, esa mala idea, se revalorizaron un 80%.
Pero el éxito de este programa no ha sido sólo económico, sino también cultural.
Los usuarios de Twitter no hemos tenido que hacer ningún esfuerzo para comprimir nuestro pensamiento. Quizás al principio un poco; pero después del segundo tuit, el resto ha ido saliendo de nuestros dedos de la manera más natural. Como si el acortamiento de la expresión estuviera ya latente en nuestro cerebro, y el nuevo invento más que imponer un nuevo formato hubiera dado salida a una necesidad expresiva.
Nos sentimos tan cómodos con esta nueva forma de escritura, que aunque seguimos leyendo los viejos géneros, éstos nos empiezan a parecer ya un poco farragosos con todo ese aparato retórico que los autores despliegan para apuntalar su tesis principal. Si algo tienen de bueno las discusiones en Twitter es que la obligación de respetar los 140 caracteres te exime de tener que argumentar tus posturas.
Y otra ventaja que explica el éxito que yo no supe predecir: cuando notas que la indignación te colapsa las vísceras, cuando te sientes incapaz de soportar un caso más de desvergüenza y corrupción, vas, pones un tuit ocurrente y notas un alivio inmediato, sobre todo si te lo retuitean. Twitter te permite quedarte a gusto sin salir de casa, sin tener que participar en eso tan incómodo que se llama revolución.