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Meditación sobre las ruinas

Hay deterioros nobles, como pecios sagrados: en el bombazo del Gran Hotel de Brighton -1984-, el Spectator ponderó la entereza del edificio como un homenaje a los valores victorianos que lo alzaron.

Opinión
  • Madrid, 1980. Periodista y escritor, autor de Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa y de La vista desde aquí. Una conversación con Valentí Puig. Ha sido durante cinco años asesor en Presidencia del Gobierno. En la actualidad, es director del Instituto Cervantes de Roma.

Hay deterioros nobles, como pecios sagrados: en el bombazo del Gran Hotel de Brighton -1984-, el Spectator ponderó la entereza del edificio como un homenaje a los valores victorianos que lo alzaron.

Alguna lección tendrán las ruinas cuando las imágenes que cifran nuestro siglo están entre la balumba humeante de la Zona Cero y ese desplome de la estatua de Saddam con el estrépito de la caída de un imperio. En su meditación sobre Les Ruines, el Conde de Volney nos habla de los paisajes de devastación de Egipto y de Siria, de Jerusalén y Babilonia, para concluir que el mundo no es sino “el lugar de los sepulcros”. La fascinación del escombro es una constante que pervive en nuestro tiempo, de la reconstrucción tras el Blitz hasta el haikyo morboso de los japoneses que penetran en manicomios clausurados, hangares o aquaparks detenidos en olvido. Hay deterioros nobles, como pecios sagrados: en el bombazo del Gran Hotel de Brighton -1984-, el Spectator ponderó la entereza del edificio como un homenaje a los valores victorianos que lo alzaron. 

Esta “fábula del tiempo” vuelve ahora, en los retratos del Detroit deshecho, decaído, délabré, a la espera del poeta que los moralice como la destrucción de “Itálica famosa”, o de la redención póstuma de aquel Robert Adam que alzó la gracia de su arquitectura a partir de los despojos de Pompeya y Herculano. En otro tiempo, los hombres llegamos a hacer de la ruina incluso un pretexto de ironía y fantasía, de belleza: ahí están las follies artificiales del pintoresquismo, los cuadros de Robert des Ruines en un Versalles imaginario, atravesado ya de musgo y hiedra; la ensoñación estetizante de un Ruskin que ama “la mancha dorada del tiempo” sobre todas las cosas. Nada de esto le sucederá a Detroit, testimonio de una culpa moderna: haber creado una arquitectura sólo capaz de degradarse, no de envejecer, como un mundo abandonado de noblezas.