Pateras
Siguen llegando pateras con seres humanos que se juegan la vida a cambio de la esperanza de un futuro mejor. A veces las cuchillas les cortan y otras sencillamente se los traga el mar.
Siguen llegando pateras con seres humanos que se juegan la vida a cambio de la esperanza de un futuro mejor. A veces las cuchillas les cortan y otras sencillamente se los traga el mar.
Siguen llegando pateras con seres humanos que se juegan la vida a cambio de la esperanza de un futuro mejor. A veces las cuchillas les cortan y otras sencillamente se los traga el mar. Cuando la gente “de aquí” sabe de la suerte de la gente “de allí” suele empatizar, se indigna y se solidariza; ha habido incluso bañistas que han corrido a socorrer a los migrantes que naufragan en las playas en las que ellos tomaban el sol. Hemos visto también a guardias civiles abrigar a niños con enorme cariño y ocuparse con exquisito cuidado y buenas formas de esas personas. Sabemos también que ha habido muchas denuncias sobre el maltrato que reciben los migrantes en los centros de detención habilitados para encarcelarles, pero es innegable que ha habido también agentes que han demostrado una gran humanidad.
Podríamos seguir dándole vueltas a todo esto, a las pateras y a las cuchillas, a la humanidad de la gente y de los policías encargados de vigilar la frontera, pero creo que el problema político crucial de la emigración, para entender la podredumbre moral de Europa y el riesgo de que vuelvan los monstruos de la razón es otro.
Hace tiempo circuló por Facebook una copia escaneada de un papel que causó un gran revuelo. Se trataba de la lista de niños beneficiarios de una ayuda pública para comprar material escolar en un colegio público de la periferia de Madrid. Todos los beneficiarios tenían apellidos extranjeros (casi todos árabes). La indignación de mucha gente humilde con apellidos españoles fue tremenda.
Asistíamos a la guerra del último contra el penúltimo, al preludio de “los españoles primero”, al caldo de cultivo del racismo realmente peligroso, ese que no necesita de saludos romanos ni de esvásticas y que anida con facilidad en el sentido común de la gente corriente que teme perder lo poco que le queda, la misma gente que se conmueve al ver llegar en una patera a una madre con su bebé y que se indigna al ver los brazos destrozados de un joven que ha tratado de escalar la valla de Melilla. Ese es el problema.