Picasso fue un pícaro genial que engañó a sus contemporáneos, plagió a sus colegas y embaucó a los marchantes. Lo mismo hizo Dalí, pero don Salvador era un honesto mercader catalán que se vendía como genio mediático.
Picasso fue un pícaro genial que engañó a sus contemporáneos, plagió a sus colegas y embaucó a los marchantes. Lo mismo hizo Dalí, pero don Salvador era un honesto mercader catalán que se vendía como genio mediático, excéntrico, extemporáneo: «ávida dollars», le bautizó Breton. Nada que objetar al hecho de ganar una pasta con la credulidad ajena, con la estupidez de los nuevos ricos, con la avaricia burguesa y con la decadencia de los aristócratas -un deporte que inauguró Juan Jacobo Rousseau, esa ponzoña de la filosofía-.
Picasso era un cínico que se envolvía en las banderas que más le convenían. Y en París le convino aquel trapo rojo de sangre de los comunistas, porque la intelectualidad y el artisteo, entonces y ahora, se prostituyen con una hoz y un martillo, cosas del dinero indigno. Y con ese disfraz, Pablo Ruiz le copió el cubismo a Juan Gris y a Braque. El pobre Georges Braque tenía que ocultar sus cuadros como podía cuando el malagueño le visitaba en su estudio. Porque Pablo Ruiz era de pincel fácil y rápido y de una idea de Braque sacaba veinte cuadros y agotaba la inspiración del francés. Le temían.
Picasso no tiene alma. Y él mismo reconoció en 1957 que no era uno de los grandes. «Grandes son Tiziano, Velázquez o Goya. Yo engaño a la gente.»
Si ustedes han visto algún Picasso al lado de un Modigliani o de un Van Gogh -dos incansables buscadores de la belleza- y si tienen un mínimo de sensibilidad, notarán que el Picasso no tiene profundidad, que es tan sólo un lienzo pintado: tan bien pintado como carente de espíritu.
Picasso es, en fin, el pintor del siglo más terrible de todos los siglos. El siglo de los millones de muertos, todos a causa de las ideologías. No hubo guerras de religión en el siglo XX. Y las que hubo antes, reguladas en sus treguas y pactos por la Iglesia Católica, fueron una broma -macabra, sí- en comparación con las salvajadas genocidas de todos los socialismos: desde el nacionalsocialismo al socialismo comunista. Picasso pintó ese mundo de muerte, ese aterrador cementerio de cualquier bondad. Y ese es el único mérito que le concedo.
Destruida el alma del mundo y del hombre, Picasso tan sólo certificó plásticamente su defunción. A Nietzsche le hubiese encantado. Sin embargo, Pablo Ruiz Picasso no durará. En cuanto termine la especulación, se habrá terminado Picasso. Sólo servirá para decorar el infierno, como Kandinski sirvió para decorar las chekas del PSOE y del PCE durante la guerra que empezaron ellos en 1934.