Cárceles de tela negra
Una sombra negra lee un libro a través de una ventana mínima que le sirve de respiradero y de abertura al mundo. Sabemos que es una mujer porque pocos hombres en este planeta serían capaces de soportar esa prenda.
Una sombra negra lee un libro a través de una ventana mínima que le sirve de respiradero y de abertura al mundo. Sabemos que es una mujer porque pocos hombres en este planeta serían capaces de soportar esa prenda.
Una sombra negra lee un libro a través de una ventana mínima que le sirve de respiradero y de abertura al mundo. Sabemos que es una mujer porque pocos hombres en este planeta serían capaces de soportar esa prenda con la resignación con la que la visten miles de féminas. Porque son ellas las que tienen que esconder sus cuerpos, sus rostros y todo lo que emane de ellos en países como el de la foto. Porque está sometida a los dictados de leyes sociales, morales y religiosas dictadas por ellos.
(Y también lo sabemos porque lleva las uñas pintadas de rojo.)
La sombra negra se pinta las uñas y lee. Pero se cubre de negro para salir a la calle. Sólo muestra las manos. Y qué pocas veces unas manos habían expresado tanto.
Tengo una reacción fisiológica desagradable ante la visión del niqab o el burka. Se me retuercen las vísceras. No logro entenderlo. No puedo con las cárceles de tela, con la anulación de la identidad y de la persona. No puedo ver una sombra negra sin derecho a la comunicación natural con sus semejantes, hombres y mujeres. No puedo.
Pero también me entra una nausea profunda al vernos aquí, en otra parte del mundo, donde la tiranía la ejerce la imagen y las mujeres muestran sus cuerpos, maquillan sus rostros y emanan sexualidad las 24 horas del día. ¿Quién es más libre? Quizás la respuesta no sea tan evidente.