Procesiones
Y allá van las procesiones entre silencio y aplausos, mezcla inevitable de devoción y folclore, mostrando la terquedad de la tradición en el siglo de la tecnología. Decía Castelar que la religión sólo desaparecería cuando se suprimiese la muerte.
Y allá van las procesiones entre silencio y aplausos, mezcla inevitable de devoción y folclore, mostrando la terquedad de la tradición en el siglo de la tecnología. Decía Castelar que la religión sólo desaparecería cuando se suprimiese la muerte.
En pleno siglo XXI y todavía hay procesiones, y calles colapsadas por la muchedumbre, entre devota y curiosa, y turista, que todo se junta en la Semana Santa. Causa cierta perplejidad esta tregua del progreso, estas vacaciones que se toma el laicismo, que no puede mostrar su desprecio al hecho religioso, ni siquiera enseñar una escéptica sonrisa, porque ahora nadie le presta atención, y sólo se atiende a las imágenes.
Tiene algo de provocación, no hay que negarlo, esto de pasear en triunfo a un condenado, a un delincuente de su tiempo, que acabó ajusticiado entre bandidos. Y encima adorarlo como a un Dios, para desesperación de quienes pretenden humillarlo con nuevas afrentas, ignorantes de que ya le escupieron y le abofetearon, que su corona es de espinas, y que no hay rebeldía alguna en ensañarse con un condenado por el poder terreno.
Y allá van las procesiones entre silencio y aplausos, mezcla inevitable de devoción y folclore, mostrando la terquedad de la tradición en el siglo de la tecnología. Decía Castelar que la religión sólo desaparecería cuando se suprimiese la muerte. Así que tenemos procesiones para rato. Y menos mal, porque ese mundo de inmortales ya nos lo ha enseñado la literatura -de Conan Doyle a Houllebecq, por ejemplo- y con sólo imaginar que no moríamos se convertía el planeta en un infierno.