Dictaduras con miedo
Lógico. En las sociedades en las que el orden se impone por terror, la vigilancia y el control son, por su propia naturaleza, universales y omnímodos. Pero hay otro miedo. Muy profundo también. El otro miedo en dictadura. El que sufre el propio aparato totalitario.
Lógico. En las sociedades en las que el orden se impone por terror, la vigilancia y el control son, por su propia naturaleza, universales y omnímodos. Pero hay otro miedo. Muy profundo también. El otro miedo en dictadura. El que sufre el propio aparato totalitario.
El miedo es la materia prima que nutre siempre a las dictaduras. El miedo que impone, reparte y suministra de forma continua y regular a todos sus súbditos, desde los más humildes a los capataces de los dictadores. De forma permanente y cotidiana. Para que domine siempre sus vidas y en ningún momento sea olvidado. Todos tienen miedo al poder. Y el Estado busca el control absoluto de la población y sus vidas. Por eso, con frecuencia, las dictaduras presumen de seguridad. De no sufrir las amenazas de contingencias violentas como las que se producen en las sociedades abiertas. Lógico. En las sociedades en las que el orden se impone por terror, la vigilancia y el control son, por su propia naturaleza, universales y omnímodos. Pero hay otro miedo. Muy profundo también. El otro miedo en dictadura. El que sufre el propio aparato totalitario. Sus causas pueden ser muchas. Lo que más temen las dictaduras es precisamente que su población pierda el miedo. Contra esos peligros, que consideran con mucha razón existenciales, despliegan todas sus fuerzas de represión. Pero también sufren estos regímenes las mismas amenazas que las sociedades democráticas en la forma de terrorismo y otras delincuencias violentas.
Ninguna dictadura ha podido jamás garantizar la plena seguridad en su interior. Ni para la población ni tampoco para sus principales mandatarios. La mayor dictadura del mundo, la República Popular China sufre de muchas nuevas formas de delincuencia. Que se han disparado con el vertiginoso desarrollo de los pasados treinta años y la explosión de la cultura urbana. El extraño terrorismo que sufre ahora, con ataques masivos con armas blancas en estaciones de ferrocarril, ha generado una situación de psicosis en un país en el que los trenes son aun las principales arterias del país. Pero además cuestiona la capacidad de control, la eficacia de la vigilancia del Estado chino. Y por ello, estos salvajes atentados son, además de un absurdo crimen indiscriminado, una llamada de atención, un desafío a un Partido Comunista que cada vez tiene más problemas propios de un Estado desarrollado cuando aun no ha resuelto la mayor parte de los propios del Estado primitivo. Y que lenta pero inexorablemente se ve cuestionado desde dentro, tanto por la falta de libertades como, paradójicamente, por su falta de eficacia en el control y en la búsqueda y detención de los culpables de crímenes colectivos como el terrorismo. El gigante muestra cada vez más claramente sus flaquezas.