Ahogados en nuestra estupidez
En Islandia, en Nueva Zelanda, en Chile o en la Argentina, siempre que me he aproximado a un glaciar he sentido algo especial. En Islandia fue el silencio. Sin árboles, sin viento, sin animales, hay un momento en el que no escuchas ni tu pensamiento.
En Islandia, en Nueva Zelanda, en Chile o en la Argentina, siempre que me he aproximado a un glaciar he sentido algo especial. En Islandia fue el silencio. Sin árboles, sin viento, sin animales, hay un momento en el que no escuchas ni tu pensamiento.
Me apasionan los glaciares. Es, sin lugar a dudas, el fenómeno natural que más me ha impresionado y conmovido. En Islandia, en Nueva Zelanda, en Chile o en la Argentina, siempre que me he aproximado a un glaciar he sentido algo especial. En Islandia fue el silencio. Sin árboles, sin viento, sin animales, hay un momento en el que no escuchas ni tu pensamiento, porque tu mente se paraliza en el asombro. Una sensación bella y placentera. E inquietante, porque sólo te llega el eco de tus latidos.
En Nueva Zelanda me adentré en el glaciar. Te sientes tan pequeño entre esas masas de hielo que vives la enormidad del paso de los siglos frente a lo diminuto de tu instante. Descubres las grietas y lo profundo de su vacío, te perfilas para pasar entre estrechas paredes que te conducen a una gruta de hielo, lugar indescriptible donde un corazón acelerado por el esfuerzo recobra el aliento en esa burbuja de aire milenario.
Las esculturas heladas del Perito Moreno, hijas de la erosión, las presiones o el viento forman una descomunal pantalla panorámica en la que se proyectan cientos de fotogramas por segundo. Porque es un espectáculo en permanente evolución marcado por una luz que, en su transitar por el hielo, nos descubre que el viaje del blanco al azul se hace a través de cientos de matices hermanos. Y, mientras tu ser se va tiñendo de azules, cada cierto tiempo un trueno sordo que deriva en témpano al agua llama tu atención para llegar a tiempo de ver cómo rompe la pared. Los visitantes hablan poco, sólo miran, con el mismo respeto que nuestros antepasados.
Pero sólo lo respetamos cuando lo tenemos enfrente. Porque nuestro modo de vida está acabando con ellos. No hemos hecho nada por parar el cambio climático o, por lo menos, por no acelerarlo con nuestros actos. Y mira que nos han avisado. Ahora sabemos que la Antártida se derrite más rápido de lo que se preveía. Y que se trata de un proceso irreversible. La masa ingente de nuestros gases amenaza al rey helado, al glaciar. Con él nos vamos nosotros. Acabaremos ahogados en nuestra estupidez.