Los pobres también lloran. Mucho
¡Puaf! Es para apearse del mundo y exiliarse junto a una palmera con los últimos ahorros que quedan. Lo contaban los abuelos, que además de casa en el pueblo, poseían la sabiduría del refranero: para el perro flaco todo son pulgas.
¡Puaf! Es para apearse del mundo y exiliarse junto a una palmera con los últimos ahorros que quedan. Lo contaban los abuelos, que además de casa en el pueblo, poseían la sabiduría del refranero: para el perro flaco todo son pulgas.
Un cielo azul agitado por palmeras. Dinero. Un mar transparente. Más dinero. Una cabañita de madera llena de flores frescas y velas. La ruina para un bolsillo escuálido. Inimaginable aquí, donde simplemente salir de cañas o ir al cine representa una tarea titánica.
Me irritan esos estudios abordados seguro con todo el rigor sociológico y científico, pero tan desconectados del endeble día a día de millares de familias españolas que leídos en la lóbrega rutina y ante la perspectiva de un verano de sangría y ventilador como los de nuestros abuelos, suenan a frivolidad. Riesgos de la globalización que estandariza las noticias sin preguntarnos antes. Sin reseñar la diferencia. Sin empatía hacia los pobres, porque es lo que somos: un país encanijado que ha pasado de gastar sus vacaciones en el Caribe a marcharse al pueblo, en la residencia familiar y prorrateando la nevera con los cuñados.
Quien no se conforma es porque no quiere, apuntan los más sufridos. O toca estrecharse el cinturón, ordenan los políticos, como si hubiésemos andado sin él alguna vez. Y para colmo de males, todos para los pobres. El cardiaco, el renal o el ovárico. Aseguran los investigadores de la Universidad de Pittsburgh que aquellos que no se escapan por lo menos una vez al año sufren un 32% más de posibilidades de morir a causa de un infarto o un 21% por otra enfermedad. Desolador e indignante. No solo padece uno la ruina, vive atenazado por las deudas y deprimido por no poder moverse, sino que le puede reventar el corazón de tanto usarlo.
¡Puaf! Es para apearse del mundo y exiliarse junto a una palmera con los últimos ahorros que quedan. Lo contaban los abuelos, que además de casa en el pueblo, poseían la sabiduría del refranero: para el perro flaco todo son pulgas.