¿Y si el balón se cae?
Sus ojos miran el balón de cerca, el cuero invade sus retinas ocupándolo todo, llenando los recovecos de su mente y de su corazón, sin dejar espacio para nada más. Sus manos, sus piernas y su cabeza sostienen el balón, el mundial, y el fútbol.
Sus ojos miran el balón de cerca, el cuero invade sus retinas ocupándolo todo, llenando los recovecos de su mente y de su corazón, sin dejar espacio para nada más. Sus manos, sus piernas y su cabeza sostienen el balón, el mundial, y el fútbol.
Blanco y negro, azúcar y sal, fuego y agua, playa y montaña, el sol y la luna, el ying y el yang… En Brasil todos los contrarios caminan hacia el límite, hacia la plenitud de lo que expresan, hacia ese lugar donde los extremos parecen juntarse.
Fuera de los estadios el humo y los cordones policiales impiden ver los colores, las banderas y esas sonrisas apasionadas que todo lo sostienen, unas sonrisas imborrables, que se estiran noventa minutos y que hacen olvidar de forma instantánea, que crean un campo magnético en las puertas de los estadios, una especie de valla eléctrica que acalambra al aficionado en caso de que quisiera introducir al campo una pizca de la miseria que le rodea.
El blanco, el azúcar, el agua y el sol rodean al cuero y cuidan el césped. Lo negro y el fuego se quedan fuera, prendiendo la mecha de la revuelta, tiñendo de tristeza la alegría que vomitan las puertas de los estadios.
La sonrisa del niño lo sostiene todo, brilla sobre un fondo difuso, sobre unos tonos amarillentos y verdosos que fluyen con fuerza hacia el centro, con una fuerza propia de cualquiera de las últimas manifestaciones.
Sus ojos miran el balón de cerca, el cuero invade sus retinas ocupándolo todo, llenando los recovecos de su mente y de su corazón, sin dejar espacio para nada más. Sus manos, sus piernas y su cabeza sostienen el balón, el mundial, y el fútbol.
Si el balón se cae, esa sonrisa llena de magia desaparece. Si el balón se cae, esos ojos mirarían primero al suelo, después a los lados, y el fondo perdería ese carácter difuso de fantasía para volver a ser coloreado por la realidad, por esas acuarelas tristes que no franquean la puerta del terreno de juego.