Zorros en el gallinero

Resulta relativamente fácil atrincherar en unas hechuras de ficción un deseo tan auténtico como perverso, que además se alimenta en lo clandestino de una careta, donde encuentra vergüenza y estímulo a partes iguales.

Ese disfraz que usted mira esconde algo abominable. Quizá no el de la imagen, puede que no la máscara más archiconocida e ilusionante del universo infantil, pero sí otra igual de amable. El escenario es idéntico, por más que la incitación que mueve a algunos renglones torcidos sea tan abyecta que se confine en oscuros discos de ordenador. Tarde o temprano terminan viendo la luz.
Disney World está lleno de muñecos de carne y hueso que pululan por sus avenidas guardando el anonimato. No importa de quiénes se trate en la realidad siempre que sus máscaras y sus gestos transporten a los visitantes a la fantasía. Por ello resulta relativamente fácil atrincherar en unas hechuras de ficción un deseo tan auténtico como perverso, que además se alimenta en lo clandestino de una careta, donde encuentra vergüenza y estímulo a partes iguales.

Acaba de desvelarse la detención de 35 empleados del Parque Disney por abusos a menores y tenencia de pornografía infantil. Cierto que la fecha no resulta inmediata -2006-, pero el dato no es sustancial si se separa con ánimo quirúrgico de lo que ocultan los números: en lo más limpio puede ocultarse lo más sórdido.

No hay mayor traición que la que llega desde la absoluta confianza. El ser humano deposita en otro su seguridad, los resortes para acceder a su intimidad, sus secretos, cuando prevé que no va a ser engañado. Lo contrario alienta el recelo y permanecer en guardia ante una previsible amenaza. Pero, ¿quién sospecha que el policía pueda robarle o que el abogado que vela de su patrimonio lo haga?

Hay un hilo que une esta noticia con las muchas que vamos conociendo desde hace años que hablan de pederastia en la Iglesia católica, y en los dos casos provocan igual miedo.