THE OBJECTIVE
Fernando Garcia Iglesias

El viento que no cesa

Esta Tierra nuestra no llora nuestros muertos. Ella sigue a su ritmo de milenios, incansable, impertérrita, sacudiéndonos con terremotos, anegándonos con tsunamis o aterrorizándonos con huracanes.

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El viento que no cesa

Esta Tierra nuestra no llora nuestros muertos. Ella sigue a su ritmo de milenios, incansable, impertérrita, sacudiéndonos con terremotos, anegándonos con tsunamis o aterrorizándonos con huracanes.

Desde el balcón de mi habitación en Hainan pude ver por primera vez el Mar de China Meridional. El intenso calor hacía que una ligera bruma se alzara allá en el horizonte hacia el fin del mar, difuminando los bordes azules del océano y del cielo, y todo parecía uno. En la costa, los escasos cien metros que separaban el hotel de la playa estaban cubiertos del verde vigoroso que solo se da en esas latitudes tropicales, con mangos y palmeras que, en primera linea de playa, se inclinan como en reverencia sobre la arena blanquísima, en homenaje a tanta belleza natural. Así era hace unas semanas. Durante estos últimos días, el tifón Rammasun ha desmantelado buena parte de la isla. Llegó inclemente y enloquecido tras pasar por Filipinas, donde se le esperaba con el corazón encogido por el miedo que provocan los recuerdos todavía tan vivos de un país en escombros, cruelmente zarandeado por unos vientos que no dan tregua.
 
En el Sur de China, aunque ya llevan nueve tifones este año, hacía más de cuatro décadas que no se veía un viento tan enfurecido. Sin embargo, esos rigores de clima, recurrentes pero puntuales, no acobardan a una sociedad china en pleno éxodo hacia las ciudades, el mayor proceso migratorio de la historia de la Humanidad. Si grandes son las embestidas que el planeta nos proporciona habitualmente, mayores son nuestras ansias y nuestra valentía de colonizar y asentarnos, de habitar edenes tropicales como los de Hainan, incluso a sabiendas de que otros ciclones arremeterán contra sus costas verdes, y dejarán sus trazos de destrucción y luto.
 
Pero esta Tierra nuestra no llora nuestros muertos. Ella sigue a su ritmo de milenios, incansable, impertérrita, sacudiéndonos con terremotos, anegándonos con tsunamis o aterrorizándonos con huracanes. Unas catástrofes con las que hemos tenido que aprender a vivir, y que son, por así decirlo, sus latidos.

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