En serie
No me gustan lo robots. Aunque empiezo a confiar más en ellos que en la mayoría de los seres humanos. No me gustan porque están programados y me recuerdan que yo también lo estoy, desde la cuna.
No me gustan lo robots. Aunque empiezo a confiar más en ellos que en la mayoría de los seres humanos. No me gustan porque están programados y me recuerdan que yo también lo estoy, desde la cuna.
No me gustan lo robots. Aunque empiezo a confiar más en ellos que en la mayoría de los seres humanos. No me gustan porque están programados y me recuerdan que yo también lo estoy, desde la cuna. Porque poco a poco empiezan a hacer todas las cosas que yo hago, incluso hamburguesas. Porque me hacen pensar en lo vulnerables y sustituibles que somos, la especie más imperfecta y egocéntrica que habita la Tierra. No me gustan sobre todo porque creo que nos parecemos peligrosamente a ellos.
Detesto el metal, me gusta la piel y la carne. Me gusta que las hamburguesas las hagan las personas. Que los tomates los corten las manos y que los dedos amasen el pan. Me gustan los seres que respiran y se salen del programa, desde la cuna hasta la tumba, los que se visten de colores que no existen, los que dicen lo que no toca. Me gusta lo efímero, lo imperfecto, lo que no se calcula. Lo que surge por generación espontánea. Me gusta la vida que un día se muere. La que tiene sangre y pupilas y sesos.
No quiero voces metálicas ni corazones de trapo ni respiradores ni antenas. Quiero ignorancia natural en lugar de inteligencia artificial. Quiero pensar que el pensamiento no lo controlan las máquinas y que nuestros sueños los fabricamos nosotros en vez de los otros. Pero asusta saber, al mirar esta foto, que aunque tengamos dedos y manos y pupilas y sesos, quizás no seamos tan diferentes de esas frías ollas circulares de orejas redondas y patas amarillas. Fabricados en serie. Nacidos y desaparecidos en serie.