Sangre que huye, que escapa
Mirada al suelo. El trozo de tierra que invade los ojos es el mismo que el que vio James Foley antes de que le cortaran la cabeza. Es el mismo, solo que miles de kilómetros a la derecha o a la izquierda, da igual.
Mirada al suelo. El trozo de tierra que invade los ojos es el mismo que el que vio James Foley antes de que le cortaran la cabeza. Es el mismo, solo que miles de kilómetros a la derecha o a la izquierda, da igual.
Mirada al suelo. El trozo de tierra que invade los ojos es el mismo que el que vio James Foley antes de que le cortaran la cabeza. Es el mismo, solo que miles de kilómetros a la derecha o a la izquierda, da igual. La mente funciona de determinada manera. Todas piensan distinto, pero a la vez comparten algo: cuando rebasan el límite explotan, vuelven loco a su dueño y convierten el mundo en un infierno.
Los pensamientos de Foley, que vienen y van como los nuestros, prendían fuego a su cabeza, asesinaban a la cordura y le martirizaban justo antes de una muerte inminente que ya conocía.
¿Cómo es ese momento? ¿Es capaz el ser humano de caminar hacia el patíbulo sin que su mente lo ahogue antes? Parece que sí. Un paso tras otro, sobre la arena, con un calor que nunca volverá a sentirse, con una cámara que graba; una cámara que Foley llevó allí con bondad, sin pensar siquiera que los objetivos pudieran captar escenas como su último paso por la vida. Ya de rodillas cierra los ojos, con un verdugo al lado, con la hoja plateada de un cuchillo que pronto se teñirá de rojo, que cambiará de color a borbotones. Ese momento en el que la hoja toca el cuello no puede ser imaginado por nadie, no puede dibujarse en mente alguna. Porque es una escena macabra que muchos cineastas diseñan inmersos en la fantasía más inverosímil. Porque ningún ser humano cuando nace está destinado a cortar la cabeza o a que se la corten. Las decapitaciones pervierten las mentes. Las hacen capaces de soportar lo insufrible. Llevan al ser a un límite insospechado colocándolo en el último peldaño del sufrimiento, enseñándole por la fuerza a dar un paso más. Allí, ahora, la sangre mana con fuerza. Escapa de los cuellos con rapidez porque no aguanta más, porque quiere salir de ahí. Los charcos granates no dejan de dar puñaladas al cielo. Un líquido rojo recorre nuestro suelo. Cada gota se pelea por pasar antes por la alcantarilla y abandonar una tierra que se ha convertido en un infierno.