Divorcio
En Descalzos por el parque, tras su primera rabieta de recién casada, Jane Fonda le pregunta a su marido cuánto tardará el divorcio. Y yo que sé -responde Robert Redford- ¡si todavía no han llegado los papeles del matrimonio!
En Descalzos por el parque, tras su primera rabieta de recién casada, Jane Fonda le pregunta a su marido cuánto tardará el divorcio. Y yo que sé -responde Robert Redford- ¡si todavía no han llegado los papeles del matrimonio!
En Descalzos por el parque, tras su primera rabieta de recién casada, Jane Fonda le pregunta a su marido cuánto tardará el divorcio. “Y yo que sé -responde Robert Redford- ¡si todavía no han llegado los papeles del matrimonio!” Deberían haber enlazado esta escena en la exposición de motivos de la ley de Gallardón que permite que los notarios casen y descasen, ya que el argumento que daba el gobierno era acabar con el atasco en los juzgados. Cierto que el PP había votado en contra de la ley de divorcio exprés de Zapatero, pero ya advertía Gómez Dávila que las derechas de nuestro tiempo son las izquierdas de ayer tratando de digerir en paz.
Lo de Fonda y Redford -en la película- acabó bien, porque en el cine de esa época el divorcio era todavía una opción indeseable, y la concupiscencia se escondía y disimulaba en una hipocresía muy de agradecer.
Billy Wilder mostraba con humor cruel esa primera afición del varón a divorciarse en la clandestinidad y por horas, cuando Jack Lemmon tenía que prestar su apartamento para que sirviera de refugio sentimental a los ejecutivos más salidos de su empresa, acompañados siempre por señoritas de moral laxa. Luego las rupturas fueron un drama, como la de Kramer contra Kramer, y acabó siendo un cachondeo, porque las separaciones, las segundas y terceras nupcias, eran líneas argumentales muy eficaces en las comedias de enredo.
Las leyes han evolucionado casi tan rápido como el cine. Hace mucho que para llevar adelante un repudio no hace falta un cisma de la Iglesia ni el asesinato de los cancilleres del reino, por mencionar algunos de los escollos que encontró el rijoso Enrique VIII. Ahora se soluciona con un trámite rápido y sencillo, ante notario, con tarifa plana de noventa euros, mucho más fácil que cancelar un contrato telefónico, que eso sí que es hasta que la muerte te separe.
No podemos extrañarnos, en realidad este tema es una de las líneas maestras de nuestro tiempo, donde nada importante es para siempre, y donde todo acaba en comercio.
La liquidación de las promesas solemnes, de los votos que se escuchan en las bodas, son el peaje lógico de una mentalidad que no entiende la lealtad como virtud, sino como aburrimiento y, arrebatado el romanticismo o el ideal, el amor sólo es tema para esos poetas que dejan sus versos en los urinarios públicos: “cómo te va a bajar la luna si no baja ni la tapa del innodoro.” Es una pena, porque la desaparición de la monogamia introduce las leyes del mercado en la afectividad -como advierte Houellebecq- y además hace que los chistes de Woody Allen se queden sin gracia, como cuando decía en Manhattan: “Yo creo que la gente debe aparearse para toda la vida, como los palomos, o los católicos”