Adictos a la freidora

Y se levantó un día más para encender la freidora. Había decidido dejar de ser cómplice de la obesidad mórbida. De niños repletos de colesterol. De cobrar una miseria. De suministrar droga mala. Y se sumó a la cola del paro.

Ir al McDonald’s se convirtió en una fiesta. Y de eso se aprovecharon los responsables de la marca. Un Happy meal tan bochornoso e insípido como los menús de los adultos. Pero pecar se hacía fácil: Abrir esa “M” enorme de cartón para encontrar un juguete dentro de su película favorita. Lo más sano en ese pack aceitoso a la vez que sabroso hasta caer en el vicio era esa loncha blanda y pasada de pepinillo. Con una pizca de mostaza. Para camuflar esa pinta de sucedáneo.

Pero sus padres la llevaban por eso de dejarle un rato desfogarse en el parque de bolas que desprendía olor a pies (menos mal que infantiles, pero no igual de aromáticos). Y lo que menos se imaginaba es que acabaría aborreciendo ese griterío diario. Porque le esperaría una juventud de fritanga y patatas fritas, de salarios irrisorios, de lavadora diaria. Y entonces se acordaría de aquella tarde en la que decidió dejar los estudios para ser “libre”. Hasta que le atrapó una multinacional y sus hamburguesas “100% vacuno”. Y ese olor tan característico y similar en cualquier país.

Y en su situación estaba el 50% de los jóvenes, contando las horas para poder dejar la cama llena de peluches ochenteros para poder dárselos a sus hijos. Y se levantó un día más para encender la freidora. Pero esa mañana era la de la cocina de sus padres la que humeaba. Había decidido dejar de ser cómplice de la obesidad mórbida. De niños repletos de colesterol. De cobrar una miseria. De suministrar droga mala. Y se sumó a la cola del paro. Y a esperar a que le llamara otra multinacional, a ser posible libre de grasas saturadas.