Cuando las empresas nos trataban de usted
Los franceses llegaron a comerse el bacon crudo, pero el Marks and Spencer de París fue el comercio más rico de Francia.
Los franceses llegaron a comerse el bacon crudo, pero el Marks and Spencer de París fue el comercio más rico de Francia.
La sede de Marks and Spencer en el bulevar Haussmann se convirtió en el comercio más rentable de Francia, a despecho de unos parisinos que –al principio- llegaron a comerse el bacon crudo. Valga como decir que los grandes almacenes han sido causa de grandes pasiones, ya desde los tiempos del Segundo Imperio y las novelas de un Zola que –ajeno a sexismos- los elevó a “paraíso de las damas”. De aquellas “catedrales del comercio moderno”, el novelista las veía marcharse “con la misma voluptuosidad satisfecha y la misma vergüenza sorda que proporciona la consumación de un deseo en lo más recóndito de un hotel de mala fama”.
Moralistas y árbitros de la moda, en efecto, siempre iban a mostrar su encono contra el comercio, en todo lo que va de las cejas incrédulas que se alzaron cuando Harrod’s pasó a manos de un árabe al desdén de quien se refiere a El Corte Inglés como si estuviera perdonando la vida a alguien. Por supuesto, hay una ironía en que el supermercado más caro de París se llame “El barato” sin censura de la corporación municipal. Sin embargo, ha habido también una lírica del comercio, no difícil de rastrear entre las pesadas caobas de Bergdorf Goodman, la cúpula de las galerías Lafayette o las sesenta latas de codorniz rellena de foie y las cuatro cajas de champán que encargó Mallory en Fortnum’s para subir con garbo el Everest. Galerías, pasajes comerciales y grandes almacenes fueron un momento de Europa, como El Corte Inglés iba a ser una página en la historia sentimental de la mesocracia española.
Frente al prejuicio “anti-trade”, tampoco faltó en estos establecimientos un sentido del honor. Simpson, en Piccadilly, cerró muy adecuadamente sin ver el nuevo milenio, como el final de un reinado feliz: al hacer su elogio fúnebre, no pocos recordaron que el alto tono de la casa se debía a unos dependientes extraídos de entre la oficialidad de la guerra. Ese prurito de vieja honestidad pervivió a su modo en la resonancia anglófila de El Corte Inglés, donde –frente a la dramaturgia intimidatoria que ve Mauriès en tantas tiendas de hoy- también encontrábamos a esos vendedores “de elocución desapegada, de modales discretos” y el servicio como un arte de “presentar sin insistir”. “Si no queda satisfecho, le devolvemos su dinero”: tal vez sólo les faltara fiar, pero ya no hay muchas empresas que traten de usted a sus clientes.