Un país de Maduros
Un séquito de 175 personas. Familiares, periodistas, ministros, militares, funcionarios, guardaespaldas Medio millón de euros en la factura del hotel más diez mil diarios por la suite presidencial-. Cuatrocientos cincuenta euros al día en dietas para cada uno de los acompañantes.
Un séquito de 175 personas. Familiares, periodistas, ministros, militares, funcionarios, guardaespaldas Medio millón de euros en la factura del hotel más diez mil diarios por la suite presidencial-. Cuatrocientos cincuenta euros al día en dietas para cada uno de los acompañantes.
Un séquito de 175 personas. Familiares, periodistas, ministros, militares, funcionarios, guardaespaldas… Medio millón de euros en la factura del hotel –más diez mil diarios por la suite presidencial-. Cuatrocientos cincuenta euros al día en dietas para cada uno de los acompañantes. Doscientos cincuenta mil euros para gastos de bolsillo, la caja chica. Una cena de setenta y cinco mil –con botellas de vino de más de 4.000 euros la unidad-. Y así hasta sumar una factura total de más de dos millones de euros.
Son los gastos de Nicolás Maduro en su visita oficial a Nueva York. Y nos llevamos las manos a la cabeza, y nos indignamos y nos rasgamos las vestiduras de cómo dilapida un dinero que su país no tiene, un dinero que su país no tendrá, un dinero que es como una bofetada en la cara de todos los venezolanos que no encuentran nada para comer en las estanterías de los supermercados.
Pero de Maduros, y séquitos de Maduros, tenemos una larga lista en España. Imagino a cualquiera de los amiguitos poseedores de las mágicas tarjetas de crédito black de Caja Madrid dándose la vida padre a costa del dinero que los preferentistas nunca podrán volver a recuperar –ayyy esas fotos en los yates o descojonándose a nuestra costa sobre una tabla de surf-. Porque el hecho de que compraran en el Mercadona es sólo la anécdota que confirma la normalidad que otorgaban a ese robo a los españoles. «Hola, ¿me lo cobra en la tarjeta black?» y «Hola, la comisión me la das en billetes de cincuenta» se pronunciaban con tanta soltura como «Hola, ¿me pone un cortado con sacarina?». Aunque lo peor, lo peor, lo peor de todo no era el robo en sí, ni la normalidad con la que se veía, sino que esos vividores eran –y a siguen siendo si no los han pillado- la envidia de una parte del país.