Desenmascarado
José Luis Garayoa tiene dos manos. Nada fuera de lo normal. La proeza llega cuando, con esas dos manos, atiende doscientas aldeas, alimenta miles de bocas y limpia y cuida de pueblos enteros.
José Luis Garayoa tiene dos manos. Nada fuera de lo normal. La proeza llega cuando, con esas dos manos, atiende doscientas aldeas, alimenta miles de bocas y limpia y cuida de pueblos enteros.
José Luis Garayoa tiene dos manos. Nada fuera de lo normal. La proeza llega cuando, con esas dos manos, atiende doscientas aldeas, alimenta miles de bocas y limpia y cuida de pueblos enteros. A un 70% de esas aldeas solo se puede acceder caminando. El ébola desenmascara héroes que se niegan a ser reconocidos como tales. «Los medios, la sociedad, todos nos pintáis como héroes y nos preguntáis de qué pasta estáis hechos, pero somos personas normales. Lo que ha pasado es que nuestro amor por una realidad nos lleva a rincones remotos y a estar dispuestos a morir por ella».
Garayoa vive al norte de Sierra Leona, en Kamabai, en una pequeña misión de la Orden de Agustinos Recoletos. Natural de Pamplona, piensa que las malas rachas siempre pasan y que, gracias a ellas, las chuletas de cordero de su tierra natal sabrán mucho mejor cuando regrese, el ocho de diciembre. A sus sesenta y ocho años, el ébola no es el primer enemigo al que se enfrenta. Viajamos en el tiempo a los años noventa, cuando el escenario sierraleonés se enturbia y los militares se alzan. Miseria, corrupción y diamantes constituyen la trama principal de la película. Nuestro protagonista fue secuestrado en 1998 y a punto estuvo de morir en manos de los rebeldes. Recuerda la madrugada del veinticinco de febrero de ese año como si fuera ayer. Estuvo a punto de ser fusilado pero, poco después, lo pusieron en libertad. Pese a las desavenencias, Garayoa sintió que estaba en deuda con aquel país que lo había enamorado y se prometió volver para ayudar a sus gentes en cuanto pudiera. Así fue, y ya cumple diez años en la Provincia Norte.
«Si los que mandan se preocuparan tanto por nosotros y por el ébola como lo hacen por los diamantes y el oro que hay por aquí, esto se solucionaría mucho más rápido». Las ayudas internacionales, si es que son merecedoras de entrar en la categoría de «ayuda», llegaron a Kamabai. Lo que enviaron al padre Garayoa para abastecer esos doscientos pueblos y combatir la enfermedad fueron un cubo de plástico y un grifo, «lejía no, porque es muy cara». Desde la muerte el pasado jueves de Manuel García Viejo -misionero de la orden de San Juan de Dios, y buen amigo del religioso, conocido en la zona como abuelo desde que llegara a Sierra Leona en 2004-, Garayoa permanece aislado en la casa junto con otro misionero de 40 años, René González, de Olmedo, Valladolid. «Grandpa, yo me quedo contigo, no podemos irnos ahora», le dijo a José Luis. Procuran seguir con su rutina, tomar café por la mañana y desprenderse del miedo, pero el virus está presente también en sus conversaciones.
– Abuelo, si a ti y a mí nos pasara algo, ¿dónde se te ocurre que vayamos? Porque han cerrado en cuarentena toda nuestra provincia y no hay ni un hospital funcionando.
– René, pues si nos pasa algo nos vamos al cielo, punto. No tenemos nada más que hacer, estamos en manos de Dios.
Aun así, Garayoa tiene claro que él no quiere morir, insiste en que será prudente para intentar no contagiarse, pero que seguirá librando batalla al ébola. «¿Cómo no voy a ayudar a esta gente? Tienen que comer, nos necesitan. No puedo encerrarles y dejar que se mueran». Las ambulancias regionales que continúan en servicio no dan abasto.
Tres ambulancias para enfrentarse a un virus que se ha cobrado ya 4.000 vidas en África occidental y que ha infectado a más de 6.000 personas más en Liberia, Guinea, Nigeria, Senegal y Sierra Leona, según cifras de la Organización Mundial de la Salud. Por mucho que las llames para atender a los enfermos, cuentan estos agustinos recoletos, nunca llegan. José Luis y René sucumben al llanto en sus cuartos en momentos contados, pero la idea de abandonar no surca sus mentes. «Nuestras familias nos preguntan si estamos locos, si queremos quedarnos aquí para morir», cuenta René, «no se dan cuenta de que, precisamente, permanecemos aquí porque queremos vivir con todas las ganas del mundo».