Un zurullo en un museo
Lo curioso del asunto es que más de cuarenta años después se sigue subastando la boñiga del colega a más de cien mil lereles el tarrito.
Lo curioso del asunto es que más de cuarenta años después se sigue subastando la boñiga del colega a más de cien mil lereles el tarrito.
Tuve tres epifanías en la Facultad. Cuatro, si contamos aquella cena con Laura (hola, Laura) en no recuerdo qué antro de Dénia —qué poco importa la gastronomía a veces, ¿verdad? La primera epifanía fue ante La fábula de Aracne; o sea, Las Hilanderas de Don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez en El Prado. Me rompió la cabeza aquel lienzo: orden, historia, emoción, belleza, sentido y muchas más preguntas que respuestas… todo lo que me interesaba estaba (está) ahí.
La segunda fue con Screamadelica de Primal Scream, álbum producido por Hypnotone y Andrew Weatherall en el lejano noventa y uno —aquel sonido era algo absolutamente nuevo: elevación, elevación y entusiasmo (gracias, Casavella). La tercera fue con el zurullo de Piero Manzoni, artista conceptual que tuvo los santos cojones de plantar 30 gramos de sus defecaciones en 90 botes de metal para la Galleria Pescetto. Lo hizo como una crítica al absurdo del mundo del arte y todo esa mandanga tras la que se escudan Abramovi? o Hirst; mucho más tarde, todo sea dicho, que la mítica Fuente de Duchamp que abrió la veda de la escatología artística.
Lo curioso del asunto es que más de cuarenta años después se sigue subastando la boñiga del colega a más de cien mil lereles el tarrito.
Si es que nos merecemos todo lo que nos pase.