Biblioteca paradiso
Así que si algún día no saben dónde encontrarme, prueben en la biblioteca. Quizás esté allí, como cuando era un niño y me refugiaba de la lluvia eterna gallega en la biblioteca del colegio.
Así que si algún día no saben dónde encontrarme, prueben en la biblioteca. Quizás esté allí, como cuando era un niño y me refugiaba de la lluvia eterna gallega en la biblioteca del colegio.
Yo, que siempre me he imaginado el paraíso como una especie de biblioteca (gracias, maestro Borges), tuve la suerte de trabajar en un gran Archivo-Biblioteca durante 15 años. Sepultado en sus depósitos, podía oler la historia en el medio millón largo de volúmenes que me rodeaban. Mis tareas, en ocasiones, hacían que durante días enteros no viese a ser humano alguno, y pasaba las jornadas tres plantas bajo tierra, limpiando legajos del siglo XVII o moviendo colecciones enteras de protocolos notariales renacentistas.
Las maravillas de las que disfruté allí son difícilmente explicables. La sensación de tocar la historia con tus propias manos; materiales que ya solo se consultan en versiones digitales y que solo tú puedes ver: cartas de exploradores llegados de las Indias, súplicas por la vida de condenados a muerte manchadas de lágrimas, publicidad de funambulistas ofreciéndose para las fiestas y todo lo imaginable.
Ya no trabajo allí. Pero sigo siendo un visitante de las bibliotecas en cualquier lugar en el que viva. Me gusta la Biblioteca Nacional, con su seriedad y sus “lámparas estudiosas” sobre las que se afanan los investigadores. Me gustan las bibliotecas públicas, con sus chicos de la ESO montando bulla y los autodidactas mirando severamente. Adoro las pequeñas bibliotecas municipales, con su dignidad de templo laico y su sencillez de hidalgo pobre. Y, cuando voy a una casa, busco el rincón donde están los libros; un lugar que me habla del anfitrión más que él mismo, sin fingimiento ni doblez.
Así que si algún día no saben dónde encontrarme, prueben en la biblioteca. Quizás esté allí, como cuando era un niño y me refugiaba de la lluvia eterna gallega en la biblioteca del colegio. Allí conocí a tres amigos: Jim Hawkings, Oliver Twist y Huckleberry Finn.
Han pasado ya bastantes años, pero ellos tres siguen conmigo.