Nunca subestimarás a tu segundo
Con el gesto perpetuo de que la vida le debe algo, Gordon Brown ha sido el llanto y crujir de dientes de todo asesor de comunicación.
Con el gesto perpetuo de que la vida le debe algo, Gordon Brown ha sido el llanto y crujir de dientes de todo asesor de comunicación.
Ha habido aceleradores ideológicos como Thatcher y fuerzas morales como Churchill; la figura del primer ministro inglés, sin embargo, suele hallar su mejor encarnación en las largas tardes que Macmillan pasaba con los novelones de Trollope en la soledad del Number Ten. Valga como decir que los premiers británicos han sido personajes discretos. A John Major se le solía representar, en la propia BBC, cenando guisantes. A Atlee lo sentenció Churchill al proclamar que era “un hombre modesto, con muchas razones para serlo”. A Alec Douglas-Home, una pareja se le acercó en un tren para decirle “¡cómo hubieran cambiado las cosas de haber sido usted primer ministro!” El exquisito Lord Home no halló las palabras para explicarles que sí había sido primer ministro.
Con el gesto perpetuo de que la vida le debe algo, Gordon Brown ha sido el llanto y crujir de dientes de todo asesor de comunicación. No tenía la gracia retórica ni la sonrisa sobrenatural de Tony Blair. No tenía el poso de la crianza, la desenvoltura, de David Cameron. No estudió en los colegios de la elite política. No pasó –una rareza- por Oxford ni por Cambridge. No ha tenido –otra rareza- un padre o un abuelo en los Comunes. No era alto, ni joven, ni daba en la hipocresía automatizada de responder a los venablos con una zalamería. Por contraste con el citado Blair, nunca sabíamos, en fin, cuándo Brown se esforzaba en sonreír o cuándo estaba pelando una cebolla.
Quién sabe dónde hubiera llegado Gordon Brown de parecerse menos a sí mismo y un poco más a George Clooney. Sin embargo, quizá nunca un político ganó tanto traicionándose tan poco. Y quizá también por eso sus discursos en torno a la independencia de Escocia tuvieron esa convicción moral y esa fuerza de la verdad que no se pueden impostar con un cursillo de telegenia. En esa ocasión, Brown salvó el partido, pero no era la primera vez: ya lo había hecho –como recordó Daniel Capó- al apostar por la vigencia de la libra, o al prever un golpe sistémico donde otros hablaban de desaceleración. Allí donde perdieron políticos más vanidosos, un político más orgulloso triunfó. Son cosas de saber –como tantas veces en su vida- alzarse solo. De paso, Gordon Brown nos recuerda que, de todo lo que se puede hacer con los segundos, subestimarlos suele ser la peor idea.