THE OBJECTIVE
Marcela Sarmiento

Besalamano

Ante la noticia del buzón de Dickens tengo que declararme públicamente amante de las cartas a mano. De la buena caligrafía. De la buena ortografía. De lo que mi remitente quiera decirme a través de su letra.

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Besalamano

Ante la noticia del buzón de Dickens tengo que declararme públicamente amante de las cartas a mano. De la buena caligrafía. De la buena ortografía. De lo que mi remitente quiera decirme a través de su letra.

¿A quién podría importarle que la tataranieta de Charles Dickens haya reabierto el buzón que guardó en su interior las numerosas cartas escritas por el célebre escritor británico? No dudaría que a los románticos escritores de correspondencia a puño y letra les haya hecho una gran ilusión. Creería que quedan pocos de su especie en estos tiempos en los que el número de caracteres no puede pasar el límite porque no habría posibilidades de pulsar la palabra “enviar” o “send” para ser leídos en cuestión de segundos no importa en que lugar del mundo nos encontremos. Soy usuaria de todos esos canales de comunicación. Los aplaudo. A veces no tanto. Pero ante la noticia del buzón de Dickens tengo que declararme públicamente amante de las cartas a mano. De la buena caligrafía. De la buena ortografía. De lo que mi remitente quiera decirme a través de su letra.

Entre la cantidad de papel que desperdician las instituciones bancarias, las ofertas y las tiendas de cadena, descubrir entre tantos sobres uno con aspecto personal e íntimo resulta fascinante. La ilusión del destinatario es de película hasta el punto de buscar un lugar algo apartado, sentarse para luego abrir y leer lo que trae en su interior. Es un ritual. Si el mensaje es de amor disparará el corazón. Será siempre más efectivo a largo plazo que un SMS, whatsapp o un correo electrónico, garantizado. Es tan impactante e inolvidable como recibir un ramo de rosas rojas, y también más económico.

Se aceptan con gran cariño las escritas como un simple saludo de amistad. También aquellas que desean una mejoría durante nuestros quebrantos de salud. Otras que nos inviten a pasar buenos momentos algún día especial. Finalmente esas que no quisiéramos recibir pero que son inevitables e irónicamente más necesitadas: las de apoyo moral durante los duelos y tristezas de la vida. Esas puedo asegurar que no se olvidan jamás.

Permanecemos gran parte del día sentados frente a la pantalla de nuestro ordenador. Tecleamos incesantemente incluso para decirle a nuestro compañero de oficina si nos acompaña a tomar un café, mensaje que va con copia a los demás por si se animan. Es fácil y cómodo sin duda. Ahora, si intentamos hacer la cuenta de cuantas palabras hemos escrito con nuestro puño y letra los últimos días, semanas e incluso meses nos llevaremos una gran sorpresa. Poco a poco perdemos la habilidad de escribir a mano. No tenemos la necesidad de hacerlo así que nos limitamos a pulsar letras y nos perdemos de una forma muy simple de demostrar sentimientos reales y auténticos hacia las personas que queremos. Solo basta con hacer la prueba. La reacción ante un escrito a mano tendrá connotaciones especiales, siempre. Un besalamano será suficiente.

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