El día que tomé café con Pérez-Reverte
Ese fue el comienzo de una conversación que nos demoró durante casi una hora, y en la que recorrimos el mundo de la mano de Mourelle de la Rúa, Malaspina o el casi desconocido Juan de Nova.
Ese fue el comienzo de una conversación que nos demoró durante casi una hora, y en la que recorrimos el mundo de la mano de Mourelle de la Rúa, Malaspina o el casi desconocido Juan de Nova.
Los viernes por la tarde los dedico a la Biblioteca Nacional. Es una especie de terapia que respeto con espartana devoción. Allí, a la luz de las lámparas estudiosas, como diría Borges, me refugio en el olvidado placer de la lentitud, pido mis libros y converso animadamente con amigos de todo tipo y condición.
Suelo quedar con don Pedro Sarmiento de Gamboa, que me cuenta sus navegaciones por el estrecho de Magallanes; se suman ocasionalmente don Álvaro de Mendaña y don Pedro Fernández de Quirós y, si tenemos suerte, aparece Hernán Gallego, callado, mustio, melancólico y, según dicen “el mejor piloto de este reino”.
Un día bajé a la cafetería, ensimismado en mis cosas, y me senté en una de las mesas del fondo. Entonces apareció don Arturo, al que no sé por qué siempre imagino como salido de la Viena de “El tercer hombre”. Al pasar junto a mí reparó en el retrato de Sarmiento pintado por Muñoz Vera, se detuvo y dijo “gran marino”, a lo que yo respondí “y hombre de letras”, a lo que él replicó “y nigromante” y yo rematé con un “¿qué más puede ser un hombre?”.
Ese fue el comienzo de una conversación que nos demoró durante casi una hora, y en la que recorrimos el mundo de la mano de Mourelle de la Rúa, Malaspina o el casi desconocido Juan de Nova.
Al marcharse hizo ademán de invitarme al café desenvainando la cartera como un mosquetero, pero detuve su mano y le dije “don Arturo, no me prive de este placer, por favor”.
Me ofreció su teléfono, más por caballerosidad que por convicción, y yo le dije que confiáramos al azar la existencia de otro encuentro.
“Que las Parcas hagan pues su trabajo”, dijo él, despidiéndome con un apretón franco y una sonrisa abierta.
Querido lector, aquí se deshace mi relato, porque esto no es más que una ensoñación de mi vanidad. Pero quién sabe si alguna tarde de viernes no pueda pasar al reino de lo posible. Si eso es así, don Arturo, si ve a un gallego con un retrato de Sarmiento de Gamboa que le mira con curiosidad amistosa, soy yo, y está usted invitado.