El ruido del aire
Lo malo es que no callaba. Nunca. Ya, al final, dejó de hacerme gracia. Iba a contestarle y había empezado a hablar de otra cosa. Increíble.
Lo malo es que no callaba. Nunca. Ya, al final, dejó de hacerme gracia. Iba a contestarle y había empezado a hablar de otra cosa. Increíble.
Al principio me sentía bien con ella de la mano. Me reconfortaba, ¿sabe? No sé. Me gustaba. También porque normalmente me decía lo que quería escuchar, la verdad. Era parlanchina. Lo comentaba todo. Que si mira qué pajaritos, mira qué coche, mira qué pintas… Muy pizpireta.
De vez en cuando se ponía a hablar y cargaba, pero yo la dejaba desahogarse. Inspirar, espirar. Iba de aquí para allí. Mientras me acompañaba, daba saltitos y algún tumbo. Y claro, se tropezaba. Pero seguía hablando. Hasta cuando se pegaba un trompazo tenía algo que decir. Además contaba chistes. Eran ingeniosos y llevaban mala intención. Como a mí me gustan.
Lo malo es que no callaba. Nunca. Ya, al final, dejó de hacerme gracia. Iba a contestarle y había empezado a hablar de otra cosa. Increíble. No solía llamarme por mi nombre. Ahora que lo pienso igual ni lo sabía… En fin, siempre pensaba en sí misma. Cuanto más agotado estaba, más ganas le entraban de jugar contra mí.
Por la noche se activaba. También se volvía oscura. Yo daba vueltas en la cama, intentando dormir, pero ella no descansaba, ahí seguía. Invadiéndome. Recordándome. Riéndose de mí. Hacía esfuerzos por ignorarla, pero era más tenaz que yo. Mucho más. Cada vez era peor; se me hacía más difícil soportarla. No me la podía quitar de encima. Me perseguía. Y acabé por perder el equilibrio.
Recuerdo el vendaval. La gravedad en mis actos. Y que la dejé de oír, sobre todo eso, que de repente se calló. El aire.