Lo insoportable
Por más que el runrún mediático hable de economía o elecciones, no se me van de la cabeza las familias de los espeleólogos españoles antes de embutirse en el luto.
Por más que el runrún mediático hable de economía o elecciones, no se me van de la cabeza las familias de los espeleólogos españoles antes de embutirse en el luto.
No concibo desesperación mayor que la espera de un sí o un no del que dependa una vida. Si la condena manda a uno al carajo, siempre queda la rabia contra el varapalo. Ahora bien si lo que se aguarda implica conocer qué ha sido de un ser querido, la angustia es un punzón afilado en el costado que no consiente respirar. Un sin vivir de horas largas como meses, como años de lluvia perenne para un ansioso de sol.
Por más que el runrún mediático hable de economía o elecciones, no se me van de la cabeza las familias de los espeleólogos españoles antes de embutirse en el luto. El tiempo del “no noticias” tiene visos de locura. No dejan de marearme las macabras cábalas que los familiares, como cualquier humano en las mismas, debieron de hacerse al saber que uno de los tres había fallecido. “¿Será el mío?”, rumiarían rogando a todos los pasos sevillanos, a las vírgenes y los cristos salidos de sus templos esos días, que no les cayera encima la mala hora. Un aliño de esperanza y remordimientos reventaría su corazón. Poco después otra segunda vida malograda y vuelta a empezar un duelo en stand by que no dejaba ni llorar por el muerto ni reír por el vivo. Ni me imagino el momento del reparto de nombres, boletos de una lotería infame en la que nadie querría estar, y donde la alegría del superviviente arrastra también el reconcome de haber sido él quien respira y no sus compañeros.
Las familias lamentan la falta de celeridad en la respuesta y con razón, porque aunque la lógica imprima sangre fría a la gestión de cualquier catástrofe, la variable emocional cuenta mucho en cualquier ecuación. Mi apoyo a esas familias que no se me van de la cabeza.