¿Y tú, quién eres?
La miro y no la reconozco. Ya no sus rasgos, que son populares, sino la persona que se embosca tras el personaje.
La miro y no la reconozco. Ya no sus rasgos, que son populares, sino la persona que se embosca tras el personaje.
La miro y no la reconozco. Ya no sus rasgos, que son populares, sino la persona que se embosca tras el personaje. Puede que Hillary nunca se muestre como es porque debe cabalgar potros indómitos que obligan a domarlos con mil carcasas, puede que ni sepa dónde se halla la mujer ya que la política inhuma la esencia de uno mismo. Por ello quién es, en su lance más ambicioso, no se trasluce en la foto.
A veces se me asemeja a Margaret Thatcher. Otras a una señora del Tea Party, de sonrisa congelada y rodillas prietas, antes de compartir con las demás su receta del pavo de Acción de Gracias. Soy consciente de que en el reduccionista mundo de los clichés, las mujeres que ejercen en política lo tienen crudo y no debería de caer en su trampa; pero sucumbo porque a Hillary Clinton, desde mi distancia, no le pillo la gracia.
Si bien su alarde de entereza resultó un valor tiempo atrás, si parecía un verso suelto, femenino y muy singular, ahora está envuelta en una aburridísima coherencia que le asimila a sus compañeros. Compite por la candidatura a la presidencia movida por una ambición tan masculina que si se supone que debe de inspirar cierto corporativismo de género, me provoca lo contrario. Me aburre el hambre de poder por el mero poder. La contención emocional y un orden rígido. E intuyo algo de eso, la sombra de un rastro indeleble, en la presencia de Hillary.
En cambio me atrae conocer a seres, hombres y mujeres, que sientan, que se desbaraten de vez en cuando y aunque se sonrojen por ello, no lo oculten. Empáticos, generosos. Hábiles para contagiar risas o llantos según toque. Libres de servidumbres, doctrinas y disciplinas. Como lamentaría que ella no fuese así. Al fin y al cabo a quien no le gustaría ver a una mujer presidiendo la mitad del mundo.