Polvo y olvido
Y he aquí la respuesta cuando ya ni hay sangre, ni ojos, ni cabellos. Polvo entre el polvo, sin más, y bastante de olvido. Ni siquiera ese polvo de estrellas que algunos románticos se empeñan en creer que somos para consuelo colectivo de esta especie inconsolable.
Y he aquí la respuesta cuando ya ni hay sangre, ni ojos, ni cabellos. Polvo entre el polvo, sin más, y bastante de olvido. Ni siquiera ese polvo de estrellas que algunos románticos se empeñan en creer que somos para consuelo colectivo de esta especie inconsolable.
Una calavera nos mira, con la cabeza inclinada, con toda la hondura y la oscuridad que su cráneo le permiten. Unida a unas cuantas vértebras y a un manojo de costillas, yace colocada respetando la forma de aquello que fue antaño, en realidad hace muchos antaños. Huesos marrones, finos y rompibles como papel, ordenados y vacíos, sin las vísceras que cubrieron entonces, nos recuerdan lo que somos cuando dejamos de ser, lo queda cuando ya no queda nada: un par de dientes y unos orificios negros que albergaron unos ojos que miraron y una boca que besó.
Un gran poeta se preguntaba, de la mejor manera que uno puede preguntarse algo, o sea con versos:
“¿Cómo seré yo
cuando no sea yo?
Cuando el tiempo
haya modificado mi estructura,
y mi cuerpo sea otro,
otra mi sangre,
otros mis ojos y otros mis cabellos”.
Y he aquí la respuesta cuando ya ni hay sangre, ni ojos, ni cabellos. Polvo entre el polvo, sin más, y bastante de olvido. Ni siquiera ese polvo de estrellas que algunos románticos se empeñan en creer que somos para consuelo colectivo de esta especie inconsolable.