Ni mirar al sol ni mirar a la muerte
Larkin escribió que lo único que nos sobrevive es el amor. Ojalá siga valiendo para los tiempos del Tinder.
Larkin escribió que lo único que nos sobrevive es el amor. Ojalá siga valiendo para los tiempos del Tinder.
Fue un francés del buen siglo quien dejó dicho que el hombre no puede mirar fijamente ni al sol ni a la muerte: quizá por eso vemos ahora tantos funerales suavísimos, muertes de diseño, entierros indoloros donde suenan de fondo baladas de Serrat y alguien lee un poema naïf sobre la Madre Tierra. Que no falte el amigo que expone el power point del muerto en una boda ni aquel otro que corre a cubrir el ataúd con la bandera del Levante. En algunos países –ante todo en la angloesfera-, ya se acepta con mucha mayor naturalidad el duelo por la muerte de un cócker que el duelo por la muerte de un familiar. Los tanatorios más pijos ofrecen un servicio de consuelo telefónico o la posibilidad de convertir -milagros del carbono- al finado en un diamante. Los comerciales de pompas fúnebres esperan, cigarro en mano, a la salida del hospital: ¿Caoba o pino? Estamos lejos de aquella sutileza de San Bernardo de Claraval, que ponderaba el aroma del ciprés de los cementerios equiparándola a la buena reputación del hombre contemplativo.
Fue una magna obra de piedad la que guió el pincel del Angélico al pintar el cielo y el infierno, la que llevó a escribir los versos de hontanar más profundo, la que hoy nos conduce en gesto inmemorial al cementerio, a dar honra a nuestros muertos, a palpar la comprensión de cada vida como la continuidad entre quienes murieron, quienes viven y quienes aún han de nacer. “Et nunc manet in te”: no hay duelo que no nos tome por completo, que no nos rehaga desde las entretelas. Pianista de jazz y comentarista teológico, John Linton escribe que el libro de Job nos enseña que “el temor puede ser santo, psicológicamente saludable, espiritualmente beneficioso”. Si miramos los monumentos fúnebres de hoy, es fácil hacerse idea de la crisis de piedad por la cual ya no somos capaces ni de nombrar la muerte. Mientras, los muertos se siguen conformando con la limosna de una oración o de un recuerdo, con esa mano piadosa que -según quería Larbaud- les lleva “un poco de musgo por los Santos”. Precisamente ante una tumba, Philip Larkin -quizá el poeta más escéptico del siglo- escribió que lo único que nos sobrevive es el amor. Ojalá siga valiendo para los tiempos del Tinder.