Mi amigo el espía
Hace años conocí a un ejecutivo de una empresa. Nos hicimos bastante amigos.
Hace años conocí a un ejecutivo de una empresa. Nos hicimos bastante amigos.
Dejamos de vernos durante una temporada. Un día me llamó. Había dejado aquel trabajo y estaba reorientando su vida profesional. Me quería ver para que le aconsejara.
Al cabo de unos días, desayunamos en un bar cerca de mi casa. Le encontré animado, lleno de proyectos. En un momento determinado, me dijo: «también podría volver a mi trabajo anterior». Le pregunté cuál había sido su trabajo anterior y me contestó: «espía».
Me quedé de piedra. Si me hubiera dicho entomólogo o cirujano plástico o miembro del coro en «La bella y la bestia», me habría extrañado menos. ¡Parecía tan normal!
Había sido espía a tiempo parcial, porque, «como es natural», añadió, un espía trabaja en cosas normales y, mientras tanto, echa una ojeada a personas determinadas o se lleva en la cartera algún documento que pueda interesar.
Me he acordado de mi amigo el espía -se fue a otra ciudad y le perdí la pista-, al ver que, después de los horrorosos atentados de París, están poniendo anuncios por la calle para contratar espías. No he visto ningún anuncio, pero me los imagino: «¿Quiere usted ser espía?», «¿Le ilusionaría ser James Bond?», «Una carrera con champán, lujo y mujeres/hombres» (puede haber espías femeninos. Sin ir más lejos, ahí tenéis a Mata Hari, que, por cierto, algo hizo mal, porque le fusilaron).
Nunca le pregunté a mi amigo cómo se había hecho espía. Pero, hasta ahora, la profesión de espía tenía para mí un cierto glamour, que ha perdido de repente al enterarme de que uno se hace espía contestando una oferta de trabajo.
Y, además, a tiempo parcial.