El intenso paseo de los dos chavales nigerianos
No me imagino a esos dos críos yendo a la escuela así de tranquilos. Lo más probable es que hayan salido a darse una vuelta después de clase. A mí me parecen estar muy relajados para ir a la escuela, la verdad. Nadie echa el brazo por encima del hombro de un amigo ni camina hacia las aulas con esa calma interior que se desprende del movimiento parsimonioso de los pasos de los dos amigos congelados en el objetivo del fotógrafo.
No me imagino a esos dos críos yendo a la escuela así de tranquilos. Lo más probable es que hayan salido a darse una vuelta después de clase. A mí me parecen estar muy relajados para ir a la escuela, la verdad. Nadie echa el brazo por encima del hombro de un amigo ni camina hacia las aulas con esa calma interior que se desprende del movimiento parsimonioso de los pasos de los dos amigos congelados en el objetivo del fotógrafo.
Ojalá fueran los chavales a aprender la lección con el aire de desenfado y la misma disposición curiosa de los nigerianos de pantalón corto. Por el contrario, en Occidente la mayoría de los pupilos acuden a los colegios de mala gana, no suelen hacer mucho caso a sus profesores y consideran la educación una obligación. Claro que Europa no es lo mismo que África. Lo normal en Europa no es quemar colegios ni secuestrar niños para adoctrinarlos en el pensamiento único. En Nigeria, los grupos terroristas como Boko Haram impiden que los chicos vayan a esos templos de recogimiento y sabiduría que son las escuelas por la amenaza que suponen para los violentos el conocimiento y la disidencia.
Cuando contemplo otra vez la imagen de los chavales caminando abrazados, sin prisa, me doy cuenta de la distancia que separa su mundo africano de nuestro mundo europeo. El gesto natural de uno de ellos mirando hacia un lado del sendero para ver quizás a un animal salvaje o a un árbol familiar extraña hoy en una sociedad occidental y moderna habituada al paisaje de caras abducidas por cristales con brillos, luces y música. Envidio la felicidad y la inocencia de la singular pareja, y déjeme decirlo también, envidio su libertad.