Aquellos reyes
Éramos niños ilusionados. Esperábamos a los reyes sin tener pajolera idea de lo que representaba la monarquía. Escribíamos cartas antes de que las nuevas tecnologías liquidaran la correspondencia en papel. Pedíamos regalos con la amenaza constante de descubrir en los zapatos un pedazo de carbón, sin considerar la relación de tal mineral con la crisis energética. Acudíamos a la cabalgata a pesar del riesgo de perder un ojo alcanzado por un proyectil con forma de caramelo, lanzado con muy mala leche desde carrozas, cuando tal nombre aún no se aplicaba a los venerables ancianos. Preparábamos viandas para los monarcas y sus camellos, que por aquel entonces sólo eran animales con joroba y no comerciantes furtivos de sustancias ilegales. Y la noche del 5 de enero caíamos en un sueño inquieto deseando un amanecer temprano.
Éramos niños ilusionados. Esperábamos a los reyes sin tener pajolera idea de lo que representaba la monarquía. Escribíamos cartas antes de que las nuevas tecnologías liquidaran la correspondencia en papel. Pedíamos regalos con la amenaza constante de descubrir en los zapatos un pedazo de carbón, sin considerar la relación de tal mineral con la crisis energética. Acudíamos a la cabalgata a pesar del riesgo de perder un ojo alcanzado por un proyectil con forma de caramelo, lanzado con muy mala leche desde carrozas, cuando tal nombre aún no se aplicaba a los venerables ancianos. Preparábamos viandas para los monarcas y sus camellos, que por aquel entonces sólo eran animales con joroba y no comerciantes furtivos de sustancias ilegales. Y la noche del 5 de enero caíamos en un sueño inquieto deseando un amanecer temprano.
Y un día nos hicimos mayores. Éramos niños desilusionados. De los reyes, y la monarquía en general, esperábamos que no nos salieran muy caros, incluso que no nos salieran muy caras. Las únicas cartas que manejábamos eran las del banco remitiendo facturas. Nuestra relación con el carbón se limitó a soportar los cortes de calles y carreteras protagonizados por mineros cabreados demandando que nos pusiéramos en sus zapatos. Esquivábamos la cabalgata porque los carrozas éramos nosotros y debíamos tener ojo con los caramelos porque nos subían el índice de azúcar en sangre. Deseábamos que nuestros hijos jamás tuvieran relación con los camellos que ofrecen impunemente su mercancía en locales nocturnos de moda. Y la noche del 5 de enero velábamos el sueño profundo de nuestros hijos para exponer los regalos, escondidos hasta ese momento, al pie del árbol. ¡Cómo añoro la infancia!