Esa panda de miserables
Debo confesar que las multitudes no son de mi agrado, salvo cuando por exigencias del guión, deben acudir prestas a la plaza del pueblo para jalear al amado líder, que presa de una desbordante querencia por si mismo (o su gente) ha decidido erigirse en el Soberano que pisoteará cualquier orden constitucional que se ponga en su camino. Puedo afirmar que es una variante del ‘añorado’ Auto de fe. Y sostendré tal afirmación donde sea menester.
Debo confesar que las multitudes no son de mi agrado, salvo cuando por exigencias del guión, deben acudir prestas a la plaza del pueblo para jalear al amado líder, que presa de una desbordante querencia por si mismo (o su gente) ha decidido erigirse en el Soberano que pisoteará cualquier orden constitucional que se ponga en su camino. Puedo afirmar que es una variante del ‘añorado’ Auto de fe. Y sostendré tal afirmación donde sea menester.
Aunque a mi familia le hice la solemne promesa de no tratar el asunto de los golpistas (sí, golpistas y no soberanistas o chorradas por el estilo) la realidad se vuelve a imponer y con ella las consecuencias de incumplir la palabra dada: La más cruel de las soledades.
Pero de igual forma que los visionarios dejaron una huella imborrable en sus batallas, sufriré la pena en el silencio de mi destartalado despacho enfrascado en la tarea de analizar (y denunciar) la reanudación de la traición a manos de esas organizaciones que únicamente persiguen dinamitar la voluntad de todos los españoles imponiendo sus delirios decimonónicos.
Porque de nada valen las excusas o las poses de quienes teniendo la sartén por el mango de la Historia prefieren quemarse tales extremidades, y con ello todo nuestro ‘cuerpo’, antes que lanzarse sin miramiento alguno asiendo las tablas de la lealtad democrática mientras claman a los cuatro vientos que Roma no paga a traidores. Y si la acción sirve para recordar al pobre Viriato, mejor.
No hay viento, ni antónimos, sinónimos ni batalla perdida en el ángulo nororiental de la Península, que pueda justificar el desvarío de ese grupo de sonados histéricos, que viviendo del erario común, juega a plantar palmeras infectadas con el Picudo rojo de la miseria histórica.