El corcho de las lamentaciones
En mi casa, en una pequeña habitación que hace las veces de estudio y a la que llamo camarote, tengo mi propio muro de las lamentaciones. Se trata de una plancha de corcho en la que voy pinchando papelitos. Cada uno de ellos contiene un pequeño texto que describe unas veces un estado de ánimo, otras un suceso, un anhelo o, mayormente, un fracaso. El corcho está repleto, a reventar, no cabe ni un papel más.
En mi casa, en una pequeña habitación que hace las veces de estudio y a la que llamo camarote, tengo mi propio muro de las lamentaciones. Se trata de una plancha de corcho en la que voy pinchando papelitos. Cada uno de ellos contiene un pequeño texto que describe unas veces un estado de ánimo, otras un suceso, un anhelo o, mayormente, un fracaso. El corcho está repleto, a reventar, no cabe ni un papel más.
Al final de cada día, hago análisis de conciencia y decido si hay algún papel nuevo que tenga que colocar en el corcho. Si es así, si el asunto merece ser elevado a la pared, entonces es necesario examinar los que ya están y eliminar uno. Esto llega a ser complejo e implica una gélida mirada sobre la propia vida, sobre el pasado, que le quita el componente mítico y nos presenta una verdad árida y llena de aristas cortantes.
El corcho, en realidad, no deja de ser más que una excusa para reflexionar y para tener a la vista la geografía de mi propia decepción. En ese corcho están sueños rotos, proyectos robados, amores perdidos y rumbos equivocados. Ahí clavados, juntos, expuestos y recorridos con la mirada, me presentan una travesía tormentosa y revelan que es un milagro el puerto abrigado y cálido en el que ahora habito.
Hoy, en esta gélida noche de febrero, he subido uno de esos papelitos. Usando palabras de Gil de Biedma, me he parado a escuchar el latido del silencio y, definitivamente, parece que la década de los 50 que asoma, será dura.