Pecados aburridos
Con Starbucks me sucede exactamente lo mismo que al poner un pie en un probador de un Zara o un banco Andorrano, me invade (siempre) una ligera sensación de pecado. Un pecado tenue y borroso; pero pecado, al fin y al cabo.
Con Starbucks me sucede exactamente lo mismo que al poner un pie en un probador de un Zara o un banco Andorrano, me invade (siempre) una ligera sensación de pecado. Un pecado tenue y borroso; pero pecado, al fin y al cabo.
Quizá sea porque, ya de por sí, el concepto de “siéntete como en casa” que tan bien ha calado entre la turba hipster nunca ha terminado de convencerme: señorías, yo lo que quiero es sentirme “fuera de casa” cuando piso una cafetería; que acaten presto mis ordenanzas (¡pido perdón!) y la confianza no cruce jamás la línea de la sonrisa.
Quizá sea porque los amigos de Seattle ven como muy normal añadir veinticinco cucharadas de azúcar en una bebida a base de frutas (razón por la cual ya han recibido un toque de atención del gobierno británico) y es que casi quinientas calorías (vamos, como una pizza cuatro quesos) para un té de frutas y canela lo veo como tirando a excesivo. Y lo digo yo, valenciano.
Quizá sea por esa fe ciega en la (bendita) publicidad. Empresa sostenible, responsabilidad social corporativa y fotitos de indígenas con cestos de granos de café a la espalda. Hacemos del mundo un lugar mejor, y toda esa vaina. Artesanía (proclaman) en la multinacional que factura 5.370 millones de dólares; orfebrería en vaso de plástico, la misma que tan bien nos ha persuadido a todos de pagar tres pavos por un café que nadie te llevará a la mesa. Exactamente como en casa.