Vida de filósofos ilustres
Profesores buenos y malos ha habido siempre. Lo distinto antes (antes de que los pedagogos los maniataran) es que los buenos podían hacer algo. En cada curso había dos o tres que valían, y con ese azar era suficiente. Ahora, cuando mis amigos profesores me hablan de su impotencia, me acuerdo del que me dio literatura en tercero de bup. “Como este curso no tenemos la presión de la selectividad, vamos a dedicarnos solo a leer”, dijo el primer día. Teníamos entre dieciséis y diecisiete años; él solo diez más. Mi instituto, naturalmente, era público.
Profesores buenos y malos ha habido siempre. Lo distinto antes (antes de que los pedagogos los maniataran) es que los buenos podían hacer algo. En cada curso había dos o tres que valían, y con ese azar era suficiente. Ahora, cuando mis amigos profesores me hablan de su impotencia, me acuerdo del que me dio literatura en tercero de bup. “Como este curso no tenemos la presión de la selectividad, vamos a dedicarnos solo a leer”, dijo el primer día. Teníamos entre dieciséis y diecisiete años; él solo diez más. Mi instituto, naturalmente, era público.
Repasando lo que leímos aquel curso me asombro: poemas de Góngora, de Quevedo, de Antonio Machado, de Guillén, de Cernuda, la “Oda a Walt Whitman” de Lorca y su conferencia sobre el duende, “Una carroña” y “Correspondencias” de Baudelaire, “Murallas” e “Ítaca” de Cavafis; los entremeses de Cervantes, “El sueño de una noche de verano” de Shakespeare, “Ubú Rey”, “Esperando a Godot”, “La cantante calva”, “Las sillas”; caligramas de Apollinaire, los manifiestos del futurismo, del dadaísmo y del surrealismo; “Cien años de soledad”, “Pantaleón y las visitadoras”, “La vida exagerada de Martín Romaña”; “Que se mueran los feos” de Boris Vian, “El castillo” de Kafka, “Los mitos de Chutlhu”, “La historia interminable”; páginas de “La corte de los milagros” de Valle-Inclán…
Los poemas sueltos nos los daba en fotocopias y un día trajo uno de Luis Antonio de Villena: “Vida de filósofos ilustres”. Era la primera vez que veía su nombre y esa manera extraña de titular. El poema también era extraño, luminoso: “Aprende que emanan efluvios de todas las cosas nacidas. / Que todo da luz. Que cada cosa inflama al aire de presencia. / El árbol esplende, el mar se irisa, los efluvios se cruzan…”. Era un canto a los deseos (“el hombre debe enredarse en ellos. Arder”) que acababa con Empédocles arrojándose al fuego, o siendo fuego “en la alta cumbre, sagrada y estéril, del Etna”.
De Empédocles también supimos por primera vez aquella mañana, y que el título era por el de Diógenes Laercio. Para entonces ya estábamos dentro del volcán como él, ardiendo entre los libros. Que todas esas lecturas formen parte de mi vida desde los dieciséis años es un lujo impagable. Sin el azar de aquel profesor libre todo habría llegado más tarde, o no habría llegado.