THE OBJECTIVE
Aurora Nacarino-Brabo

La caza

Una día de agosto, hace muchos años, un grupo de niños jugábamos al fútbol en la era de Covarrubias. Era esa hora de la tarde en que el sol ya no hace daño en Burgos y la brisa trae espliego en volandas y hormigas aladas. Nos acompañaba Zipi, que dormía plácidamente junto a una portería, sin temor de nuestra puntería. Zipi era un perro, aunque no uno cualquiera. Durante mucho tiempo, aquel mastín fue una institución del pueblo. Tenía una agenda, tomaba sus propias decisiones, era autónomo. Le gustaba sestear a la sombra, en la plaza de Doña Urraca, donde los turistas japoneses le tomaban fotos, y los niños le levantaban los belfos, divertidos, para descubrir unos colmillos enormes. Zipi tenía esa dignidad que solo pueden dar la fuerza o las leyes. Y un poco de ambas cosas era ese perro, como un John Wayne tranquilo y desarmado.

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La caza

Una día de agosto, hace muchos años, un grupo de niños jugábamos al fútbol en la era de Covarrubias. Era esa hora de la tarde en que el sol ya no hace daño en Burgos y la brisa trae espliego en volandas y hormigas aladas. Nos acompañaba Zipi, que dormía plácidamente junto a una portería, sin temor de nuestra puntería. Zipi era un perro, aunque no uno cualquiera. Durante mucho tiempo, aquel mastín fue una institución del pueblo. Tenía una agenda, tomaba sus propias decisiones, era autónomo. Le gustaba sestear a la sombra, en la plaza de Doña Urraca, donde los turistas japoneses le tomaban fotos, y los niños le levantaban los belfos, divertidos, para descubrir unos colmillos enormes. Zipi tenía esa dignidad que solo pueden dar la fuerza o las leyes. Y un poco de ambas cosas era ese perro, como un John Wayne tranquilo y desarmado.

De pronto, en el horizonte se anunció, como una banda de cuatreros, la figura de El Rana y su jauría de siete u ocho perros. Eran unos animales ciertamente tristes, de costillares como xilófonos, que hospedaban parásitos para un ecosistema. Venían de caza. El Rana solfeó a lo lejos un silbido aprendido, y aquellos perros famélicos se lanzaron al galope hacia donde estábamos. No venían a por nosotros: iban a por Zipi. No podría decir si el ataque duró minutos o segundos, solo sé que nos pareció eterno y que tuvimos miedo. Zipi era fuerte, pero no hay músculos que detengan a siete u ocho perros. Cuando el cazador ordenó por fin el cese de las hostilidades, Zipi sangraba acá y allá, y exhibía profundos agujeros de colmillo en el cuello y el lomo. Nunca supimos por qué lo había hecho. Quizá por diversión. Quizá por exhibir su poder delante de unos niños. Quizá porque le molestaba que tratáramos bien a Zipi. Esto último pasa mucho en los pueblos.

Twitter es la magdalena de Proust que siempre me devuelve este episodio. Uno va allí como quien va a la era a jugar al fútbol, una tarde de agosto. Pero siempre hay alguien a quien no le gusta lo que haces. Puede ser un artículo que has compartido, un comentario deportivo o un apunte político. Aparecen como una banda de cuatreros, disparan su retuit como un silbido y te echan encima a sus perros. Lo hacen con la cobardía de la superioridad numérica y la lejanía virtual. Como El Rana contra el bueno de Zipi, aquel día, en Covarrubias.

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