Un selfie con la madre de Dumbo
Flaca, con la piel aún más arrugada, su ojo en mirada vacía y una última lágrima desecada, las patas estiradas como las de aquellos mamuts siberianos: así quedó Sambo, la elefanta desfallecida de un infarto bajo un sol de 40 grados en la exótica Camboya.
Flaca, con la piel aún más arrugada, su ojo en mirada vacía y una última lágrima desecada, las patas estiradas como las de aquellos mamuts siberianos: así quedó Sambo, la elefanta desfallecida de un infarto bajo un sol de 40 grados en la exótica Camboya.
En el rigor de la muerte parece más triste, más indefensa. Tuvo una vida de martirio al servicio de la banalidad, para alegrar postales de turistas que, encaramados sobre su lomo, visitan las ruinas de un antiguo complejo religioso construido para enaltecer la espiritualidad.
El parque arqueológico de Angkor, en Siem Reap, fue erigido para la gloria de religiones milenarias, de civilizaciones ignoradas o desconocidas en Occidente, que han legado dioses supuestamente bondadosos, como Vishnú.
Gracias a la omnipresente tecnología actual, podemos conocer el destino final de Sambo, cuya vida silvestre fue confiscada a favor de la industria del turismo.
Al menos 15 años de cargar visitantes en el lomo, y quien sabe cuántos de riguroso y cruel entrenamiento, terminaron convirtiendo este noble animal en un despojo.
A la compañía Angkor Elephant, que ha lamentado la pérdida, le quedan otros 13 orejones para seguir contribuyendo a la diversión y la “paz espiritual” de quienes puedan pagar el recorrido por las ruinas.
Se supone que las religiones elevan la condición humana y dan paz al alma, en la tierra o en los cielos, en esta o en futuras encarnaciones, en el fin o en el comienzo. Pero es egoísta pretender que el ser humano, con sus dioses inventados, es la suprema evolución de la carne y de la creación del Universo.
Es injusto creer que esa “superioridad” nos da derecho a disponer de la vida y de la muerte de otros seres, como Sambo, que tienen el mismo derecho que nosotros de habitar este “estado de la materia” llamado planeta tierra.
Queda el consuelo de que quienes creen en la reencarnación tengan alguna vez miedo a volver a estos parajes terrestres en forma de elefante domesticado, o de un caballo de tiro en Central Park de Nueva York, o en Cartagena de Indias, o de un toro de lidia en Las Ventas de Madrid.
Tal vez recuerden esas pesadillas cuando le den el próximo palazo a un animal, o decidan pagar por un paseíto inmortalizado en una foto en el celular.