El 15-M son los padres
La historia la escriben los vencedores y tienden a sucumbir ante la memoria de lo mejor. O ante el mero interés. Se dulcifica la narración sobre lo acontecido, se aparta todo lo que pudiera contradecir un relato que cuantos menos matices y más coherencia tenga -así sea impostada- más fácil será de consolidar. El 15-M fue una explosión pacífica de las clases populares contra las élites dominantes y privilegiadas que sirvió de heraldo, cuando no de detonador, del revolcón que el sistema de partidos español viviría unos años después. Ay de quien rebata esta versión. “El acontecimiento sociopolítico más importante desde la Transición”, se escucha a menudo entre los defensores más entusiastas del movimiento (los que lo siguieron por televisión). Hombre, hombre.
La historia la escriben los vencedores y tienden a sucumbir ante la memoria de lo mejor. O ante el mero interés. Se dulcifica la narración sobre lo acontecido, se aparta todo lo que pudiera contradecir un relato que cuantos menos matices y más coherencia tenga -así sea impostada- más fácil será de consolidar. El 15-M fue una explosión pacífica de las clases populares contra las élites dominantes y privilegiadas que sirvió de heraldo, cuando no de detonador, del revolcón que el sistema de partidos español viviría unos años después. Ay de quien rebata esta versión. “El acontecimiento sociopolítico más importante desde la Transición”, se escucha a menudo entre los defensores más entusiastas del movimiento (los que lo siguieron por televisión). Hombre, hombre.
“Después del 2-M ganó Fernando VI, después del 14-A ganó Franco, después del 15-M ganó Rajoy. Reflexionemos”, rezaba el cartel menos almibarado de la desangelada celebración del quinto aniversario. Los indignados se decían -se siguen diciendo- “apartidistas, que no apolíticos”. Representaban al izquierdismo al que Zapatero había dejado huérfano, un movimiento que renegaba del sistema de partidos porque se sentía incapaz de hacer triunfar sus ideas a través de él. Demasiadas frustraciones acumuladas.
Se resistieron a canalizar sus reivindicaciones mediante una plataforma, a presentarse a las elecciones, porque no confiaban en tener éxito. Su objetivo era influir desde fuera, en un paradójico actuar que aunaba la desacreditación del sistema -“no nos representan”- con la exigencia de que los políticos escucharan sus transversales demandas -reforma electoral, transparencia, regeneración, efectiva separación de poderes-.
Un grupo de brillantes politólogos que dedicaba gran parte de su tiempo a analizar estos movimientos, a pensar en cómo cambiar las cosas, vio en los elevados índices de aprobación del 15-M una evidencia más de lo que ya sospechaban: el caldo de cultivo empezaba a estar maduro para dar el salto. Tras fracasar en el intento de tomar IU, lanzaron Podemos. Se colocaron un paso por delante de la masa, pero solo uno. Y ahí siguen. Abanderaron el discurso del enfado y lo fueron convirtiendo en el de la esperanza, porque en política vende la ilusión y no la ira.
Sabedores de la importancia de los mitos fundacionales, se dicen hijos de un movimiento que sin su éxito habría caído en el olvido y que fue seguido de las mayores victorias electorales en la historia del centro derecha español. El de la formación morada es un triunfo partidista, el de una vía de la que siempre renegaron los esencialistas y románticos impulsores de ese 15-M que sin la audacia de Pablo Iglesias e Íñigo Errejón hoy no sería mucho más que una entrada de la Wikipedia y la inspiración de una canción de Ismael Serrano.
Con todo, al decirse descendientes de esa minirevuelta, Podemos tendrá que responder más pronto que tarde a la pregunta que ya alguno de sus ficticios progenitores plantea. Es quizá la única cuestión que cabe hacer al común de los mortales, siempre vigente, siempre oportuna: “¿Cuándo empezaste a decepcionar a tus padres?”