Apatía y globalización
Parecen, o nos las venden, como estadísticas, pero son algo más que un conjunto de números y de fórmulas: son personas. Sesenta millones, nada menos. Sesenta millones de personas que han vivido la emigración por oficios de la guerra y conflictos de todo tipo. Sesenta millones de biografías. En un año, 2014 en este caso. Se dice pronto. Palabra de la Cumbre Humanitaria Mundial.
Parecen, o nos las venden, como estadísticas, pero son algo más que un conjunto de números y de fórmulas: son personas. Sesenta millones, nada menos. Sesenta millones de personas que han vivido la emigración por oficios de la guerra y conflictos de todo tipo. Sesenta millones de biografías. En un año, 2014 en este caso. Se dice pronto. Palabra de la Cumbre Humanitaria Mundial.
Siempre sucede lo mismo en estas historias cuando las vemos en las cabeceras del telediario o cuando las escuchamos en la radio del coche a primera hora de la mañana. Nos las imaginamos lejanas, bajo ese pretexto que la psicología bautizó como el principio de exclusión. “Qué mal lo pasa la gente”, decimos, mientras pisamos el embrague para seguir nuestro curso o cerramos la página, tinta en los lectores, en los periódicos, los pocos que aún sobreviven. Los pocos lectores, no periódicos, digo.
“Qué cosas pasan por ahí”, murmura en el salón de la vivienda, en las horas de la modorra y la sobremesa, en esos minutos en que la comodidad de un país desarrollado, que ha pasado, o eso creemos, fatigas y subdesarrollos, sangres e irracionalidades, dictaduras y absolutismos, llega sin aviso al entorno que nos rodea. “Qué cosas pasan por ahí”, “cómo está el mundo”, afirmamos. No nos creemos que eso pueda pasar porque hemos tenido la suerte de vivirlo ya ocurrido y gestado. Pero eso pasa. Y con frecuencia. Eso es una barca que vuelca en el mar al mismo tiempo en que el mundo que se extraña de estas cosas pega, también, un vuelco de algo. Aunque lo nuestro sea pasajero y lo suyo, por ahora, perenne.
En una edad en que estamos conectados con el pulso de un enter en el ordenador, en que más información podemos acumular en una ventana llamada Internet, susurramos las atrocidades y guardamos, con ellas, tímidas formas; formas, casi, incluso, de resignación. Como si tanta facilidad para comprobar el despropósito hubiese anulado nuestra capacidad de empatía. Como si ya fuese cotidiano el desastre de la emigración o del bombardeo. Una cotidianeidad, claro, desde la distancia de la pantalla. “Cómo está el mundo…”. Y en esos puntos suspensivos, el nombre de la estadística.