Por qué mienten tanto
Los políticos siempre han mentido. Y, lo que quizá es más curioso, los filósofos casi siempre han aceptado que no podía ser de otro modo. Probablemente Kant fue el único que se negó a transigir con ningún tipo de mentira en política. Solo él consideró la frase “Fiat iustitia et pereat mundus” (hágase lo que es justo, aunque perezca el mundo) de lo más razonable, en contra de la costumbre de usarla para ridiculizar a quienes ponen los principios, como el de la sinceridad, por encima de cualquier provecho político. Y eso que fue un político, el emperador Fernando I, el que ideó tal expresión —era su lema de armas—. Pero justo por ello se ha tendido a considerar que no deberíamos tomárnosla demasiado en serio: un político no podía sino mentir al exhibir tal aserto en su escudo.
Los políticos siempre han mentido. Y, lo que quizá es más curioso, los filósofos casi siempre han aceptado que no podía ser de otro modo. Probablemente Kant fue el único que se negó a transigir con ningún tipo de mentira en política. Solo él consideró la frase “Fiat iustitia et pereat mundus” (hágase lo que es justo, aunque perezca el mundo) de lo más razonable, en contra de la costumbre de usarla para ridiculizar a quienes ponen los principios, como el de la sinceridad, por encima de cualquier provecho político. Y eso que fue un político, el emperador Fernando I, el que ideó tal expresión —era su lema de armas—. Pero justo por ello se ha tendido a considerar que no deberíamos tomárnosla demasiado en serio: un político no podía sino mentir al exhibir tal aserto en su escudo.
En democracia todos somos un poco políticos y por ello no nos llevaremos las manos a la cabeza si se ha extendido un tanto por doquier el hábito de mentir. Si los medios de comunicación blasonan de ser el cuarto poder, era previsible que se contagiaran de los vicios del poder a secas.
Ahora bien, creo que en los últimos tiempos hemos asistido a algo notorio. Al ponerse en boga el “periodismo de datos”, al emitirse en televisión programas con el contundente título de “El Objetivo”, al estar las verdades más disponibles que nunca para todos gracias a internet, uno podría esperar que hubiese disminuido un tanto, ¡siquiera un poco!, el vigor de las mentiras políticas que nos asedia. No ha sido así. Ni siquiera la reciente moda periodística de consultar mucho a politólogos (gente que se encarga de la política, pero desde el punto de vista de la ciencia, esto es, de la verdad) ha disminuido el número de embustes que nos circundan.
Muchos españoles han ido a votar a las últimas elecciones generales convencidos de que, como les habían persuadido unos u otros medios de comunicación, e incluso algún politólogo, casi un tercio de españoles eran pobres. O de que a más de un tercio de los niños españoles vivían en la indigencia. O de que España era uno de los países en que la desnutrición campaba con desparpajo a sus anchas. Todo eso son mentiras. Y ni tanto periodismo de datos, ni tanto politólogo, ni tanta internet han impedido que pululen.
¿Por qué se miente tanto, en una época en que es más sencillo que nunca hacer una simple búsqueda en internet y comprobar si un dato es veraz? Un experimento realizado hace ya lustros por los psicólogos Wilkes y Leatherbarrow, y luego corroborado numerosas veces, nos ofrece una suculenta pista al respecto.
El experimento consistía en narrar a un grupo de personas el incendio de un edificio. Al inicio se les explicaba que el fuego fue provocado por unos botes de pintura inflamable allí almacenados. Pero más tarde, antes de terminar la narración, se aclaraba a esas mismas personas que el dato anterior era erróneo, que acababan de llegar el informe de una investigación más profunda y que se había averiguado que en realidad no había bote de pintura alguno allí. Ahora bien, no se les ofrecía una explicación alternativa sobre cuál fue entonces el origen del incendio. Cuando a posteriori se les preguntaba a esos oyentes de la historia cuál fue la causa de las llamas, la mitad de ellos respondía que lo eran los botes de pintura inflamable, a pesar de que recordaban perfectamente que esa información se había corregido más tarde. Es decir, su mente prefería tener una explicación falsa a no tener ninguna explicación.
Las consecuencias de este experimento para nuestra vida política causan un poco de temor y temblor. ¿Habrá siempre un 50 % de españoles que prefiera tener explicaciones erróneas de la crisis, pese a que se les haya demostrado que son falsas, antes de no tener ninguna explicación? ¿El mentiroso que propaga un bulo lo hará sabiendo que, incluso si todos los que se lo escuchan oyeran luego una refutación eficaz del mismo, aun así, una buena parte de ellos optará por quedarse con el bulo si les ayuda a “explicarse cosas”? (Cosas como por qué mi vida va tan mal, por qué no me gusta cómo funciona el mundo, por qué Rajoy me cae peor que un dolor). El ser humano prefiere las historias bonitas y coherentes (los incendios los causan las pinturas inflamables, suena lógico; la derecha causa millones de pobres, suena congruente) a las historias verdaderas (por muy inflamable que sea una pintura, no puede causar un fuego si ella no estaba allí; por muy deplorable que sea que existan pobres, en España no hay quince millones de ellos).
En la vida cotidiana es a menudo un reto el contarle a alguien una verdad que le amargue. En España, hoy, se ha convertido en todo un reto contar verdades que no lo hagan.