Este país ya no es para los viejos
En primer plano, un hombre viejo, gastado por las penurias, encarna la indignación de millones de venezolanos que hoy tienen que hacer filas durante horas y protestar para conseguir algo que en cualquier otro país está al alcance de la mano y del bolsillo, en un estante de supermercado.
En primer plano, un hombre viejo, gastado por las penurias, encarna la indignación de millones de venezolanos que hoy tienen que hacer filas durante horas y protestar para conseguir algo que en cualquier otro país está al alcance de la mano y del bolsillo, en un estante de supermercado.
Sus ojos marchitos están encendidos de rabia, con lágrimas contenidas. Es fácil imaginar sus gritos de protesta, que sintetizan el drama de una sociedad sometida al fracaso de políticas de controles, militarismo, populismo e intervencionismo estatal.
Son políticas e ideas que ya habían hecho aguas en muchos otros países a lo largo de la historia, pero que en un empeño animado por la corrupción y el dogmatismo, siguen aplicándose en Venezuela por un gobierno militar que cada día se despoja más de su camuflaje de civil.
Este es un hombre con cara de buena gente. Merecería estar disfrutando de un retiro apacible, jugando con sus nietos, verlos crecer aunque sea a través de Skype, cuidando un huerto, jugando ajedrez con sus amigos en una plaza, viajando por ahí. O acaso merecería usar esas energías que le quedan en una segunda oportunidad laboral y de vida: seguir trabajando en un nuevo oficio, reinventarse, comenzar de nuevo.
Pero su historia ha de ser la de millones de venezolanos en uno de los pocos países americanos que ha logrado hacer un milagro al revés, tiene que salir de madrugada a hacer colas de varias horas para intentar conseguir productos tan elementales como el arroz o la harina a precios subsidiados.
Tomarse un café o un plato de pasta es un lujo, pues si los encuentra ya están a precios liberados: un kilo del polvo vale tres semanas de trabajo y un kilo de spaguettis importados el equivalente a tres días se sueldo mínimo.
Venezuela es uno de esos países que cuando tuvo oportunidades de saltar al primer mundo, de consolidar mejoras a las condiciones de sus habitantes, elevar la calidad de vida, aprovechar su notoria infraestructura y su capital humano, el aporte de miles de inmigrantes, logró dar un salto atrás.
Ha sido un giro tan dramático que ha sumido a millones por debajo de la línea de la pobreza, y los ha obligado a convivir con la emergencia de enfermedades tropicales antes derrotadas, como la malaria, o las nuevas: zika y dengue, ya por aquí son tan comunes que ni siquiera son noticia ni estadísticas.
“Este ya no es un país para viejos”, nos decía una señora inmigrante, contando sus penurias para conseguir las medicinas de los achaques y las epidemias, los alimentos buenos para el corazón, el tiempo libre para descansar.
El hombre de nuestra foto parece un viejo capitán de barco arengando a sus marineros al abordaje. Pero los otros, mucho más jóvenes, no parecen tener el mismo ímpetu.
Algunos tienen más bien cara de resignación y de cansancio. Debe ser porque son más jóvenes y su interés primordial –según revelan encuestas- es largarse del país, buscar otros destinos, muchos de ellos haciendo el camino inverso de sus padres.
En Venezuela hoy los más viejos son los que más luchan. Debe ser porque no tiene otro país de repuesto, ni tiempo para hacer uno propicio. Son los primeros que salen a votar, los que más se manifiestan, los que más reclaman a los militares que los arrean en las colas en los supermercados cuando llega la ración semanal de productos básicos…son los que más sufren por el colapso de una economía donde el valor de diario de una pensión de jubilado –si acaso tienen una- solo alcanza para comprar medio desayuno en la barra de una panadería.