Nuestros albinos
No es cuestión de cifras porque los hombres nos contamos de uno en uno: yo y mis circunstancias; tú y las tuyas; él y las suyas… sujetos de una historia, un presente y, ojalá, un futuro prometedor. No somos pollos que eclosionaron en una incubadora, sin madre ni padre, amarillos todos y más o menos el mismo gramaje. Somos hombres y precisamos pensarnos y nombrarnos con individualidad, seguros de que la vida nos estaba esperando, de que el mundo no giraría del mismo modo si no se nos hubiese ofrecido la oportunidad de tomar una primera bocanada de oxígeno.
No es cuestión de cifras porque los hombres nos contamos de uno en uno: yo y mis circunstancias; tú y las tuyas; él y las suyas… sujetos de una historia, un presente y, ojalá, un futuro prometedor. No somos pollos que eclosionaron en una incubadora, sin madre ni padre, amarillos todos y más o menos el mismo gramaje. Somos hombres y precisamos pensarnos y nombrarnos con individualidad, seguros de que la vida nos estaba esperando, de que el mundo no giraría del mismo modo si no se nos hubiese ofrecido la oportunidad de tomar una primera bocanada de oxígeno.
Lo consideré mientras paseaba por una línea de playa que parecía no tener fin, las multitudes distribuidas frente al mar en feliz veraneo. ¿Cuánta gente por cada metro cuadrado de arena? Familias completas, desde la abuela al tierno nietecito, novios, grupos de jóvenes y paseantes de orilla como un servidor. Y entre tantísimos –prometo que la marea borró las huellas de mi andadura antes de que, de vuelta, arribara en mi toalla-, ni una sola persona con síndrome de Down.
Alertado por esta ausencia, a la que me he habituado, desde mi excursión playera voy y vengo con la necesidad de encontrarlos. ¿Dónde están? ¿Qué ha sido de ellos? ¿Por qué no disfrutan del sol, de la arena, de las olas, del descanso familiar?
A nadie se le escapa que los rasgos físicos de estas personas son fácilmente reconocibles. Por otro lado, se trata de una irregularidad cromosómica a la que no se le puede dar el calificativo de extraña. No es cuestión de cifras, insisto, pero siempre han representado un tanto por ciento significativo entre los nacidos por año. Pequeño pero significativo. De hecho, hasta hace unos años muchas familias contaban con un hijo, hermano, tío, primo o sobrino con síndrome de Down, mejor o peor integrados, casi todos amados sin límite.
Leemos con preocupación el tormento que sufren los albinos en el África negra, víctimas de una superstición intolerable. Abusan de ellos, los maltratan en pretendidos ritos mágicos e, incluso, los matan después de haber condenado a sus madres por ser portadoras de un “mal” visible para todos. En Occidente nos sucede algo parecido: la superstición del bienestar, que es la magia negra con la que afrontamos la deficiencia, la debilidad, la diferencia… nos aboca a acallar el derecho a vivir de los niños con síndrome de Down, nuestros albinos –con permiso de quienes padecen falta de pigmentación-, pero sin que su fatal destino despierte la indignación del mundo.