Inglaterra para los ingleses
«América para los americanos» es la divisa decimonónica que resumió la célebre doctrina Monroe, conforme a la cual Estados Unidos debía proteger con celo cualquier intervención europea en su patio trasero continental. Ahora, tras el voto favorable al Brexit, Theresa May parece empeñada en darle nueva vida. Al menos, en lo que al mercado laboral se refiere, donde habrá de aplicarse una discriminación positiva en favor de los favorecidos. O sea, de quienes disfrutan eso que el economista Branko Milanovic ha llamado «renta de ciudadanía»: los beneficios automáticos disfrutados por quienes nacen en un país rico. Una cuestión de suerte que convertimos -porque de alguna forma habremos de organizarnos- en un derecho.
«América para los americanos» es la divisa decimonónica que resumió la célebre doctrina Monroe, conforme a la cual Estados Unidos debía proteger con celo cualquier intervención europea en su patio trasero continental. Ahora, tras el voto favorable al Brexit, Theresa May parece empeñada en darle nueva vida. Al menos, en lo que al mercado laboral se refiere, donde habrá de aplicarse una discriminación positiva en favor de los favorecidos. O sea, de quienes disfrutan eso que el economista Branko Milanovic ha llamado «renta de ciudadanía»: los beneficios automáticos disfrutados por quienes nacen en un país rico. Una cuestión de suerte que convertimos -porque de alguna forma habremos de organizarnos- en un derecho.
Desde hace unos años, un proceso de renacionalización tiene lugar en buena parte de nuestro globalizado planeta. Este fenómeno se hace presente, papeleta de votación en mano, allí donde la nacionalidad ha sido fuente histórica de un bienestar que ahora parece amenazado. Esto significa que las clases medias occidentales, relativamente empobrecidas, contemplan con aprensión el surgimiento de una clase trabajadora global que llama a la puerta de sus sociedades. ¡Añoranza del Domund! Bastaba una limosna para despachar a la porción de humanidad que sufría los rigores de la economía planificada. Y por más que la crisis haya traído consigo un aumento de la desigualdad dentro de las sociedades ricas, donde no todos son ricos, el progreso global es indudable: si en 1981 más de la mitad de la población mundial aún vivía en la absoluta pobreza, ese porcentaje ha descendido hasta el 14%. Sumemos a eso la paulatina emergencia de una clase media asiática y latinoamericana.
Se diría, sin embargo, que nada de eso nos concierne. Sobre todo, porque las elecciones son rabiosamente nacionales y el debate público celosamente introspectivo: las estadísticas mundiales no sirven así para aplacar la frustración local. Eso explica que tan pocos líderes occidentales se atrevan a defender las ventajas de un librecambismo de rostro humano ante la doble pinza formada por el nativismo populista y el antiliberalismo neomarxista. Es una pena. Ya que la globalización va mucho más allá del PIB: también es extensión de los derechos humanos e imperio de la ley, innovación tecnológica y administrativa, seguridad alimentaria y farmacológica, hibridación cultural y tolerancia moral. No es poco.
Se trata, en fin, de un ideal digno de nuestros cuidados. Y si bien en el largo plazo su éxito está asegurado, sus retrocesos ocasionales infligen un daño civilizatorio considerable. Es una pena que Gran Bretaña, que tiene a un australiano presidiendo el Banco de Inglaterra y a un alemán dirigiendo el British Museum, cause baja temporal en la defensa de este noble empeño.